El pozo


A mí me gustaba más antes, cuando estaba limpio y me asomaba a veces a hurtadillas, subida a uno de los cubos de lavar, y notaba la frescura del agua en la cara, como cuando en invierno sales de la casa calentita y bien abrigada y de golpe sientes el frío en los mofletes. Al principio no se veía casi nada pero al poco los ojos se te acostumbraban a la oscuridad de adentro y ya veías con más claridad la pared redonda de piedras y abajo, al fondo, el agua tan quieta como un espejo que parecía que te llamaba. Era como mirar por un túnel y ver al otro lado el cachito de cielo y otra niña, asomada también al brocal, que respondía a todos mis saludos. Se podían ver reflejados hasta los culantrillos que crecían en las paredes del pozo y que no sé cómo podían vivir con tan poquita luz. Eso sí, agua no les faltaba. A lo mejor es que prefieren el agua al sol, tiene que ser eso.
Aparte de los culantrillos hay una plantita colgante que es mi preferida, se llama palomilla de los muros (lo sé porque se lo pregunté al tío Lucas que sabe mucho de plantas y de bichos), tiene las hojas con forma de corazón, o de nube, y unas preciosas flores tan pequeñitas como mi uña y con tres colores, blanco, lila y amarillo, y una forma que parece que te miran con sus ojitos amarillos. Otras veces parecen un pajarito volando, a lo mejor por eso le han puesto ese nombre tan bonito. Entre las plantas y las piedras del pozo había también pequeños insectos, avispas, mosquillas, escarabajos, abejorros que vivían allí dentro o hacían sus nidos en los agujeros de las paredes. Era como un mundo pequeñito separado del exterior, protegido de los gatos y las lechuzas, como si vivieran dentro de uno de los cuentos que mamá me leía cada noche cuando era más chiquita. Lo mejor de todo era tirar una piedrecita, o una saliva grande, y ver cómo el fondo se rompía en muchos círculos que después iban formando pequeñas olas, igual que las sábanas en el tendedero cuando las mueve el aire. Era precioso. Y el sonido también, porque las cosas dentro del pozo suenan de manera distinta, más claros, como la música que mamá pone de noche cuando ya todo está en silencio y cree que estoy dormida. Pero lo más de lo más, lo mejor de todo, era el eco. El eco me gustaba más que ninguna otra cosa. Yo decía ¡hola! y el pozo respondía ¡hola!, ¡hola!, ¡hola!, cada vez más bajito, como si fuera la voz de la niña del otro lado que se alejaba. Lo malo es que para que el pozo respondiera con claridad había que gritar como si el eco fuera un viejo sordo, como el abuelo Juan, así que solo podía probar cuando mamá se metía en la bañera escuchando su música preferida en los cascos. Entonces iba corriendo al pozo y le gritaba lo que se me ocurría. A mamá no le gusta que esté sola en casa, y menos en el corral, pero una tarde que había venido mi amiga Laura no tuvo más remedio que ir a comprar a la tienda y las dos aprovechamos la ocasión para ir a jugar un ratito con el eco. La única condición para jugar con el eco es que hay que gritarle palabras cortas, de dos sílabas como mucho. Nunca frases complicadas. Si le gritas algo más largo lo ignora y te repite solo lo último. Por ejemplo, si le dices: Laura tiene frío, él contesta: frío, río, ío. Y así con todo. Laura no se lo creía. Ni siquiera cuando el eco le respondió con una voz parecida a la suya. Pensaba que era yo quien le hablaba a escondidas, o que había alguien oculto dentro del pozo. A veces parece tontita, la pobre. Después le entró la risa nerviosa y tuvimos que dejarlo antes de que regresara mamá y nos pillara en el pozo. Bueno, la verdad es que el eco siempre me pareció un poco tonto, como si fuera todavía un bebé que no entiende las cosas y solo repite lo último que se le queda, igual que el primo Javi. Hasta los loros son más listos.

Ahora el pozo ya no me gusta. Está sucio y lleno de porquerías. A Laura, en cambio, la tiene chiflada. Cada vez que mamá nos deja jugar en el corral se lo pasa bomba tirando cosas al pozo: piedras, bichos muertos, las hojas secas de los geranios, las flores que se caen de la lantana, los mojones del gato, todo lo va barriendo en el recogedor y lo tira al pozo con cara de felicidad. No sé qué le encuentra, la verdad. A mamá también le dio por ahí hace unos meses y desde entonces tira al pozo los restos de la comida, la basura, los cachivaches que no quiere y todo lo que todavía encuentra de papá por la casa. Hasta la cuerda y el cubo de sacar agua los ha tirado dentro, total para lo que sirven ya.
Este fin de semana van a venir el tío Lucas y unos amigos suyos a derrumbar el brocal y a terminar de cegar el pozo con arena, porque mamá dice que huele fatal y también porque teme que yo pueda caerme dentro, como si todavía fuera una nena. Así que nos quedamos sin pozo. Cuando vengan le pediré al tío Lucas que antes que nada arranque con cuidado la palomilla de dentro del brocal para sembrarla en el tiesto que tengo preparado. Luego la regaré bien y la pondré en un sitio sombreado y fresco, para que no eche de menos el pozo. Cuando estoy con el tío siempre pienso que me gustaría que mi papá fuera él, pero sin cambiar a mamá, claro. Mamá tiene pensado hacer un par de pollos al horno con patatas y zanahorias asadas, y comeremos todos en el corral porque hace muy buen tiempo. La tía Mercedes traerá una tarta de manzana para el postre. Será como aquellos días que hacíamos barbacoas en el pinar junto a la playa. Después, cuando quede todo el terreno bien limpio, dice mamá que plantaremos un limonero y aprovecharemos el espacio que sobre para montar un bonito columpio, para que juguemos Laura y yo (y el primo Javi cuando sea más mayor), aunque la mayor parte del tiempo lo tendré para mí sola. Me gustaría que fuera azul celeste, o amarillo. Laura no se lo va a creer cuando se lo diga. Seguro que pone cara de boba y le entra la risa nerviosa, como siempre.

Mamá ya no está triste como antes. Yo temía que no volviera a estar bien, por la ausencia de papá, que enfermara o algo peor. Pero no, ahora está muy bien, está tranquila y se ríe muchas veces, casi más que antes. Lo pasamos muy bien juntas, tanto que he pensado que no me voy a casar nunca. Yo creo que las dos estamos mucho mejor sin papá y rezo todas las noches para que no vuelva. Que se quede donde quiera que se haya ido, nosotras no lo necesitamos. Aunque otras veces tengo remordimientos y pienso que papá se fue por mi culpa y me da un poco de lástima que esté por ahí solo y sin familia. Fue aquel día que le conté a mamá las cosas que él me hizo cuando ella no estaba. Esa misma noche tuvieron una discusión muy fuerte. Yo estaba ya en mi cama y me tapé con toda la ropa que pude y los cojines y la almohada, pero los golpes y los gritos de mamá se me metían dentro de la cabeza y solo se me ocurrió llorar a mares hasta que todo acabó. Después mamá vino hasta mi cama y me consoló y me dijo que había echado de casa a papá y que nunca más le dejaría volver con nosotras, que nunca más me haría daño, que no nos hacía ninguna falta. Las dos lloramos un poco más, juntas en mi cama, hasta que me dormí.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos en la cocina, mamá me dijo que había metido todas las cosas de papá en una manta, sus revistas, sus libros, sus pipas, su traje de buzo, sus herramientas, su ropa, todo lo que era suyo y no se había llevado, y que nos desharíamos de todo esa misma mañana. Así que terminamos nuestras tostadas con mermelada de ciruela, nos pusimos nuestras zapatillas de deporte y fuimos a su cuarto. La manta ya estaba en el suelo, preparada y atada con todas las cosas dentro, así que tiramos de ella arrastrándola poco a poco y cantando a cada paso: ¡alehop!, ¡alehop!, como los marineros cuando reman, hasta que conseguimos bajarla hasta el corral y la dejamos al lado del pozo. Mamá quiso alzarla por encima del brocal pero ya no podíamos más y al final nos entró la risa y nos quedamos sentadas en el suelo, recostadas sobre la manta enrollada y sin una pizca de fuerza en los brazos. No recuerdo una mañana más divertida en mi vida. Entonces mamá tuvo una de sus ideas geniales que siempre me maravillan: desenganchó el cubo del pozo, ató la cuerda a la manta y después nos pusimos las dos a tirar de la cuerda desde el otro lado de la polea. Como por arte de magia, la pesada manta fue subiendo lentamente hasta el brocal y una vez allí, mamá la soltó de la cuerda y la dejó caer dentro del pozo. Ella no me dejó asomarme pero hizo un ruido espantoso al caer. El eco no dijo nada. El resto del día lo pasamos en pijama, jugando a encontrar en la casa cosas que fueran de papá, como la brocha de afeitar, las lociones, una vieja navaja, su jarro de las infusiones, un par de gorras de pesca… Lo tiramos todo al pozo.
Espero que a papá no se le ocurra nunca volver a por sus cosas.


  
Huelva, febrero de 2018