Vértigo

Lucas cierra despacio el libro que está leyendo cuidando de dejar un dedo en medio para no perder la página donde lo ha dejado. Bosteza casi con desgana y mira sin prisa el luminoso cielo que augura un placentero día de primavera. Hay algunas nubes deshilachándose en la lejanía y un poco más arriba, casi velada por la luz todavía blanda del sol, descubre con agrado la silueta tenue de la luna. Está en cuarto menguante pero puede adivinarse la esfera completa si se mira con detenimiento. Después de unos segundos observándola es como si la viera flotar en el espacio y tiene esa agradable y extraña sensación que ha experimentado alguna vez en la playa: te tumbas boca arriba en la arena de manera que solo ves el cielo y pierdes toda referencia terrenal, miras entonces la luna y empiezas a verla no como esa figura plana y familiar sino como un astro tridimensional y magnífico, incluso tienes la sensación de que se mueve muy despacio y hasta sientes un poco el vértigo al notar la Tierra pegada a tu espalda como un globo enorme y pesado que también gira y se mueve suspendido en la inmensidad cósmica.

Es temprano y la ciudad entera rezuma esa paz perezosa de los sábados por la mañana que solo interrumpe, de vez en cuando, el ajetreo bullicioso de los gorriones o la bocina de algún camión de reparto. Lucas baja la mirada y se entretiene observando las terrazas de los edificios de enfrente. En casi todas se adivina alguna huella de lo cotidiano: una escalera plegada aquí, una bicicleta allá, una jaula colgada en la pared, un pequeño tendedero donde secar la ropa o ese rincón donde a duras penas se esconde una bombona de butano. Y a veces también alguna persona, alguien que riega unas macetas, alguien que fuma un cigarrillo a escondidas, alguien que apura el café del desayuno leyendo el periódico, o alguien que observa detenidamente las cosas sentado en una silla de mimbre y con un libro entrecerrado entre las manos. Es una colonia humana, un conglomerado de cubos encastrados y superpuestos, cubos unifamiliares donde la gente vive vidas también encastradas y superpuestas.

Ahora pasa una cigüeña atravesando el cielo de sur a norte y Lucas la sigue con la mirada. Vuela bajo, solo unos metros por encima de las azoteas más altas, planeando casi sin esfuerzo con las enormes alas desplegadas como velas tensas y vibrantes, atenta a los caprichos del aire. Se parece a esos reptiles alados de la prehistoria que recuerda de los viejos libros de ciencias. Viene desde la torre de la Merced y va seguramente a la marisma, junto al río, a cazar ranas y culebras. Se pierde ya, majestuosa, por detrás de la esquina derecha de la terraza y justo ahí aparece en escena una diminuta araña negra y vivaracha que cae como a cámara lenta desde el techo. Es pequeñísima, como la cabeza de un alfiler, y se ha quedado suspendida en el aire, girando lentamente, colgada de un finísimo e invisible hilo de seda. Parece una minúscula mano negra que palpara el aire con delicadeza. Se toma su tiempo sopesando no se sabe qué peligros o amenazas, duda, gira otro poco, mueve una patita como si probara la tensión de su hilo, hasta que finalmente se decide, se deja caer despacio sobre un grupo de cactus y desaparece correteando por entre la maraña de espinas.

Lucas aprovecha la seda y se deja caer también, mentalmente, por entre las plantas de su edificio como si el suelo y las paredes fueran de un gel transparente y practicable. Imagina cada piso, localiza en ellos a sus vecinos, constata los mismos cubos encastrados, los mismos espacios superpuestos, las mismas terrazas solitarias donde acaso prospera también alguna araña timorata. Sube de nuevo y se dilata ahora en horizontal por los otros edificios, por toda la ciudad, por todas las ciudades, por cada rincón donde bulle la vida en todas sus formas. Por un momento es consciente de todas esas vidas paralelas, hombres, mujeres, arañas, gorriones, cigüeñas, cada uno en su realidad delimitada y contigua pero todos ajenos al mundo que los contiene, todos pasajeros anónimos y extraños a bordo sin saberlo de un planeta que surca vertiginoso la oscura inmensidad sideral, adormecidos viajeros de un velocísimo tren que gime pesadamente horadando la inconcebible noche cósmica, metiéndole a Lucas todo el viento en los ojos hasta que cierra de golpe la ventanilla del vagón, se cala de nuevo las gafas de cerca y vuelve a sumergirse en la tranquilizadora y confortable lectura de su libro.