Sin duda tenía bastante mal aspecto. Lo notaba perfectamente en la cara de la gente cuando pedía una moneda o un cigarrillo. Al principio le gustaba, le daba un aire aventurero y casi peligroso, era incluso agradable aquella rara sensación de ser un vagabundo, un tipo distinto y marginal. Pero ya no, ahora no le gustaba esa imagen desaliñada y torpe que le devolvía el cristal del escaparate: el pelo sucio y revuelto, la espesa barba consumiéndole un rostro avejentado y curtido por el frío de las calles y el sol de las plazas, la ropa arrugada y rota con todas esas manchas, los zapatos agujereados y llenos de polvo. Era una burda caricatura de sí mismo. Resignado, se apartó con desgana los pelos de la cara, se manoteó un poco el raído tabardo sin ningún resultado apreciable y se encaminó despacio hacia la entrada del supermercado. Se asomó y comprobó aliviado que estaba aquel muchacho de vigilante. Era el único que lo dejaba pasar a comprar su brik y hasta le daba un cigarrillo o alguna fruta de vez en cuando. Si veía que había muchos clientes o que el encargado estaba al quite, le hacía una señal a alguna de las empleadas para que le trajera su vino a la puerta. Pero esta vez no hubo suerte. Hoy se sentía muy decaído y no le hubiera venido mal un bocadillo, pero solo le trajeron su vino, así que puso la moneda en la mano de la empleada sin apenas mirarla, hizo un leve gesto de agradecimiento al vigilante y salió del establecimiento.
Cruzó la calle con dificultad, como si le costara moverse, y fue a sentarse en su banco predilecto, uno de piedra que parecía escondido entre una enorme palmera y un generoso macizo de enredaderas. Allí se sentía cómodo y un poco apartado de las duras miradas de la gente. No le gustaba que le vieran dándole al vino tan temprano pero necesitaba beber, necesitaba sentir ese calor subiéndole desde el estómago a los pulmones, ensanchándole el pecho, repartiéndose agradablemente por todo su aterido cuerpo, quitándole el frío y el hambre de un solo envite. Necesitaba de esa modorra cálida y asequible que le daba el vino, esa manera de estar casi dormido y casi despierto al mismo tiempo, como flotando por encima de toda esa gente que cruzaba la plaza apresuradamente en todas las direcciones. Abrió el brik por una de sus esquinas, tomó un buen trago y lo depositó con cuidado debajo del banco, contra una de sus patas. Después se arrellanó en el duro asiento y cruzó los brazos sobre el pecho sintiendo ya ese calor amigo subiéndole desde el estómago y reconfortando su cuerpo agarrotado. Sintió ganas de fumar y rebuscó en los bolsillos por si le quedaba alguno de esos cigarrillos a medio fumar que a veces encontraba. Nada. Miró a su alrededor por si había alguna colilla aprovechable pero tampoco, así que se conformó de buen grado recordando esa tos tan fea que tenía desde hacía varias semanas. El sol comenzaba a calentar la placita y los gorriones alborotaban por entre los setos. Le gustaban los gorriones, eran como él, vivían entre la gente, aprovechaban lo que se les ofrecía y estaban todo el día revoloteando por ahí a verlas venir. En cambio toda esa gente que pasaba estaba esclavizada. Eran esclavos de sus trabajos, de sus casas, de sus coches, de sus trajes caros. El no tenía nada pero de alguna forma era también libre, como los gorriones, siempre le había parecido así. Ellos comían mejor y dormían sobre blando y tenían muchas cosas y comodidades de todo tipo, pero ninguno podía estar sentado al sol como él, sin ninguna preocupación, sin obligaciones, sin absolutamente nada que hacer en todo el día.
El ruido de un motor cercano lo hizo despertar sobresaltado. Era el jardinero que cortaba el césped con una de esas máquinas infernales. Se había dormido. Miró la hora en el reloj de la torre: era mediodía. Había pasado una mala noche y ahora andaba falto de sueño. Bueno, pensó, tampoco tenía otra cosa mejor que hacer. Tenía las piernas entumecidas. Tanteó con su mano debajo del banco hasta encontrar la caja del vino y dio un buen trago mientras daba golpecitos en el suelo con los pies para entrar un poco en calor. Pensó que debería buscar algo que comer pero casi no tenía hambre y tampoco se sentía con fuerzas hoy para ponerse a dar vueltas por ahí. La sangre volvía a circular por sus piernas y sintió en el aire ese aroma fresco y especiado de la hierba recién cortada. Miró con desgana la cercana parcela de césped por la que se acercaba el jardinero y se percató de un pequeño tallo que sobresalía de la uniforme alfombra verde a solo dos pasos de su banco. Sin saber muy bien por qué, se levantó y arrancó el pequeño trébol justo antes de que pasara la máquina segadora destrozándolo todo, dejando el césped como una cabeza recién rapada. Regresó a su banco dando un par de tumbos pero maravillosamente feliz, como si hubiera salvado a un niño o a un pájaro, como si el trébol fuera él. Después miró la pequeña planta sobre su mano abierta, tocó apenas una de sus tersas hojas sonriendo y decidió celebrar su hazaña con otro trago.
Cuando el frío de la tarde lo despertó eran casi las siete. Se había dormido de nuevo y volvía a sentir las piernas entumecidas. Debía tener algo de fiebre porque estaba sudando a pesar del frío. La plaza estaba vacía y pensó que ya era hora de buscar un refugio donde pasar la noche. Intentó levantarse pero las piernas no le respondían. Decidió esperar un poco intentando mover los pies o dándose friegas en las rodillas pero todo fue en vano. Pensó por un momento en pedir ayuda pero desistió al instante convencido de que nadie le escucharía. Además, tampoco era tan grave dormir una noche al raso, ni iba a ser la primera vez, ni la última. Se sintió más animado. Vio pasar a los últimos rezagados, los últimos autobuses casi vacíos, las lucecitas verdes de los taxis como flotando detrás de los setos sobre la calle que bordeaba la plaza. Por suerte le quedaba todavía más de un tercio del brik de vino, su única y mejor medicina a mano, así que lo apuró todo de un solo y largo trago. El efecto fue casi inmediato y sintió de nuevo el calor irradiando desde su estómago, venciendo la fiebre y los sudores, llenándolo de una especie de euforia desganada y pastosa. Se acomodó como pudo, sentado de lado contra el respaldo del duro banco, y se abandonó al agradable vértigo que lo arrastraba despacio hacia el sueño. Se durmió en un segundo, como un títere desmadejado, insensible ya a la suave llovizna que hacía brillar el suelo y los edificios. Después soñó que sus piernas volvían a ser fuertes y le llevaban como tantas veces al pequeño albergue junto a la estación, soñó con una ducha templada y una camisa limpia, soñó con un tazón de sopa caliente con fideos y una pequeña cama donde volver a soñar con esa viejita que a lo mejor vivía todavía y verse de nuevo montando aquellos viejos mercancías y dormir de nuevo en los colchones de todas las pensiones y patear sin prisas las calles de todas las ciudades.
Las luces del amanecer lo dibujaron nuevamente contra el mármol gastado del mismo banco. Los primeros oficinistas y dependientes comenzaban a bajar de los autobuses y cruzaban la plaza en dirección a sus oficinas y comercios. Caminaban somnolientos pero decididos, comprobando la hora de un rápido vistazo al reloj pulsera o hablando por teléfono desde el móvil. Algunos miraron con desprecio aquella figura grotesca acurrucada dentro de un raído tabardo empapado de escarcha, una figura patética y molesta, un pobre miserable sentado junto a un brik de vino barato que volvieron a ver a la hora del almuerzo y que continuó allí hasta que al fin un guardia tocándole el hombro, alzándole el rostro amoratado, llamándolo tan tarde, viéndolo caer hacia un lado como un fardo, muerto, completamente muerto y solo en el centro de un atardecer que se llenó de silbato y curiosos en una espera tensa hasta que al fin la ambulancia, manos blancas comprobando lo evidente, acomodándolo con un rápido movimiento en la camilla. Después nada, puertas que se cierran, motor en marcha y una rápida partida en medio de un silencio expectante que la sirena sembró de inquietantes círculos amarillos hasta perderse en el denso tráfico en medio de una frenética y ya innecesaria maniobra que todos admiraron.
Pero nadie vio caer un momento antes aquel pequeño trébol de su mano entrecerrada, el mustio trébol que los camilleros pisotearon sin verlo, la manchita verde en el suelo que después terminaron de borrar los gorriones y los chiquillos.