Se abate sobre la ría rizándola de olas
apretadas y saladas espumas,
cruza la fangosa orilla doblegando
la elegancia sumisa de los juncos,
pasa silbando por entre los oscuros
edificios del puerto, alborota los mástiles
altivos y las desnudas drizas,
estremece la delgada soledad de las farolas,
amasa con dedos invisibles
torbellinos de polvo sorprendido,
levanta bruscamente alguna bolsa
y la hace flotar como un pájaro herido
para abandonarla después lánguida y rota.
Y ahora sube ya hacia la ciudad adormecida
como un alma atormentada,
como un animal desbocado e indeciso
removiéndolo todo, asustando todavía
a un grupo de acacias temblorosas
que se arremolinan, torpes y temerosas,
al borde del camino.