En un rincón de la oficina, justo junto a un pequeño armario donde están la cafetera y la tostadora, hay una papelera sobre la que Lucas se pone a pelar su manzana todas las mañanas. Y justo allí, debajo del zócalo que hace esquina, hay una pequeña grieta por donde, de vez en cuando, se ve entrar o salir alguna hormiga diminuta. El suelo es rojizo y las hormigas son como de ámbar tostado, así que esto, unido a su escaso número y reducidísimo tamaño, hace que pasen totalmente desapercibidas para todos, excepto para Lucas, que siempre se fija en esas cosas.
Una de esas mañanas, viendo el miserable aspecto de varias hormigas que deambulaban lentamente, como perdidas, por las inmediaciones de la papelera, Lucas se apiadó un poco, cortó una pequeña tajada de su manzana y la puso en el suelo, justo delante de la fisura que hace de entrada al hormiguero. Después de unos segundos, el escenario cambió radicalmente: las hormigas, alertadas sin duda por el aroma cercano y dulzón de la manzana, adquirieron de pronto una vitalidad inusitada y aceleraron sus movimientos de manera evidente. Cada una comenzó a describir pequeños círculos, titubeando continuamente, frenando en seco a cada pocos pasos para arrancar de nuevo rápidamente en otra dirección, como presas de una duda constante sobre el rumbo a seguir, pero seguras de algún modo de estar a punto de encontrar una comida suculenta. Hasta que al fin se toparon con la gran tajada jugosa y amarilla, y se quedaron muy quietas, con las bocas hundidas en la fresca pulpa, libando su jugo ávidamente. Sin duda era demasiada comida para tan pocas hormigas, pensó Lucas, pero bueno, ya retiraría después lo que sobrara.
Cuando acabó de comerse su parte de la manzana, limpió con esmero su navaja y se dirigió al cuarto de baño a lavarse las manos. Después fue a tomar un vaso de agua al surtidor del fondo del pasillo. Cuando volvió a la oficina se pasó de nuevo por el rincón de avituallamiento para tirar la toallita de papel a la papelera y se quedó estupefacto al ver la tajada de manzana en el suelo totalmente rodeada de hormigas. Todo el contorno de la tajada estaba ocupado, como si fueran las pestañas de un ojo deforme y amarillo, todas perfectamente alineadas alrededor del trocito de fruta. ¿De dónde habían salido todas estas? Finalmente volvió a su mesa pensando que probablemente alguna de la exploradoras dio el aviso a las demás, o quizás acudieron atraídas por el olor, qué más daba, había manzana para todas.
La rutina del trabajo lo atrapó de nuevo y se enfrascó en su actividad frente al ordenador. Estuvo trabajando casi dos horas sin parar hasta que sintió las piernas un tanto agarrotadas. Pensó que no le vendría mal una pausa, así que se levantó a estirar un poco las piernas y beber un poco de agua. Eran casi las doce del día. En el pasillo se encontró con Enriqueta, la señora de la limpieza, puntual como siempre, que empujaba su carrito con los trastos del oficio en dirección a la oficina. Justo cuando estaba llegando al surtidor de agua se sobresaltó: ¡mierda, las hormigas! El grito de Enriqueta fue casi inmediato y Lucas salió disparado hacia la oficina temiendo lo peor. Al llegar se topó con ella que salía farfullando algo contra las empresas fumigadoras que no hacen bien su trabajo. Lucas intentó inútilmente poner cara de inocente y se acercó al rincón de la papelera: el trozo de manzana ya no estaba allí, bueno sí, estaba allí pero totalmente cubierto, como rebozado en una masa mucilaginosa y cambiante de hormigas debatiéndose por hundir sus fauces en la dulce fruta. Y alrededor había más hormigas, también excitadas, buscando frenéticamente un hueco por el que sumarse al nutritivo festín. Lucas pensó hacer algo para salvar la situación pero ya era demasiado tarde porque entonces Enriqueta volvió a entrar en la oficina armada con un enorme bote de insecticida, apuntó certera hacia el rincón y apretó el pulsador sin contemplaciones. La nube tóxica tardó en disiparse y hubo que abrir todas las ventanas, pero el exterminio fue completo así que, mientras Enriqueta hacía desaparecer de un fregonazo el pegajoso amasijo de hormigas e insecticida, Lucas no tuvo más remedio que ponerse a disimular alabando en voz alta la contundente eficacia del producto.
En los días siguientes no se vieron hormigas por parte alguna pero al cabo de varias semanas Lucas volvió a ver un par de ellas merodeando por el rincón de siempre, como al principio, y sintió una mezcla de consuelo y satisfacción. ¡Se habían salvado algunas! Inmediatamente pensó recompensarlas por el descalabro anterior y alimentarlas con un trocito de fruta, pero se contuvo a tiempo pensando en Enriqueta y su terrible arma fumigadora. Después estuvo meditando a ratos hasta que de golpe encontró la solución al problema: solo había que calcular con cuidado la cantidad de manzana que las hormigas podían comerse totalmente antes de que llegara la exterminadora. Era sencillo y podía funcionar, así que al día siguiente cortó una pequeña tajada de su manzana, pero mucho más delgada que la anterior, y la dejó frente al hormiguero. Las hormigas acudieron, rodearon la tajada primero y poco a poco la fueron cubriendo completamente hasta que solo se veía una masa de patas y antenas vibrantes y nerviosas. A las 11:10 ya no quedaba rastro del trocito de manzana y las hormigas se habían dispersado o habían regresado al hormiguero. Perfecto. Lucas estaba satisfecho, era un margen muy seguro, así que resolvió aumentar el grosor de la tajada un poco cada día para no correr demasiado riesgo. Pero curiosamente, después de varias semanas incrementando levemente la ración diaria, la hora de finalización del banquete no pasaba nunca de las 11:15, así que no tuvo más remedio que deducir que el número de hormigas en cuestión aumentaba paulatinamente a medida que lo hacían las raciones que les ofrecía. De todas formas era un factor que jugaba a su favor, así que comenzó a relajarse y aumentó la dosis de manzana hasta llegar a las 11:40. Los veinte minutos restantes los dejó como margen óptimo de seguridad y así estuvo funcionando durante semanas sin ningún tipo de problema. La operación hormiguero feliz era un éxito y los insectos se veían cada vez más activos y vivarachos, nada que ver con aquellas hormiguillas escuálidas y lentas que se veían al principio, y Lucas se sentía cada vez más responsable del bienestar de todos aquellos animalillos diminutos. Incluso los viernes se marchaba a casa un poco apesadumbrado porque las hormigas esperarían en vano su fruta durante el fin de semana.
Una mañana, al poco de estar sentado a su mesa, vio aparecer junto al tarro de los lápices una pequeña hormiga y pensó que a lo mejor era una emisaria enviada por el hormiguero para agradecer a su esforzado benefactor los manjares matinales que venían recibiendo tan asiduamente. Estuvo incluso tentado de hacerle alguna seña y decirle: ¡eh, aquí me tienes, yo soy el de la manzana! Pero no, claro, no era una emisaria. La hormiga, después de una leve pausa de reconocimiento tanteando el aire con sus leves antenas, sorteó sin dificultad el cable del ratón y prosiguió su errática marcha. Probablemente fuera una exploradora que se había aventurado demasiado lejos, así que la animó a subir a un papel y la dejó en el suelo, junto a la mesa. No había transcurrido ni medio minuto cuando la hormiga volvió a aparecer justo por el mismo sitio. No podía ser, pensó, ninguna hormiga es capaz de subir a una mesa en ese tiempo. De todas formas volvió a invitarla a subir a la hoja de papel. Esta vez se giró y fue a ponerla en el suelo pero detrás de la mesa, a salvo de pisadas y ruedas de sillas, y al agacharse comprobó estupefacto que había otras, muchas otras, formando una ondulante fila que venía desde el hormiguero y subía por una de las patas de su mesa. De pronto tuvo un presentimiento y abrió bruscamente el cajón de la mesa donde guarda cada día su manzana envuelta en una bolsita de plástico: ¡Estaban allí también! Las hormigas, se dijo Lucas para sus adentros, se han hecho adictas a la manzana y ya no se conforman con su dosis diaria, quieren más y han pasado a la acción. ¡La quieren toda para ellas!
Disimuladamente, sacó la bolsa del cajón, sacudió a las hormigas manoteándolas un poco y guardó la manzana en un archivador cercano después de comprobar que estaba limpio de insectos. A continuación se dio una vuelta por las mesas de sus compañeros de trabajo y comprobó aliviado que, aunque había exploradoras casi por todo el suelo de la oficina, su número era todavía muy reducido en esas zonas y probablemente seguirían pasando desapercibidas, así que regresó a su mesa y se sentó de nuevo intentando aparentar absoluta normalidad. Había varias hormigas entrando y saliendo de una carpeta de informes, otra subía por el tarro de los lápices, una más aparecía y desaparecía alternadamente por una esquina del monitor y otra emergía del interior del teclado justo por debajo de la barra espaciadora. Se imaginó por un momento a esos pequeñísimos alienígenas deambulando por el interior del ordenador entre polvorientos circuitos iluminados débilmente por leds fantasmales, sintiendo el recalentado huracán que viene del gigantesco ventilador… Pobres hormigas. Abrió el cajón y comprobó aliviado que no había quedado casi ninguna en su interior, así que decidió seguir trabajando como si nada hasta la hora del desayuno, eso sí, vigilando constantemente la mesa y alejando de vez en cuando a las más osadas con un soplido conminatorio o barriéndolas hacia fuera con un dedo, operaciones ambas exentas de riesgo para las hormigas porque, si bien algunas eran impelidas con violencia fuera de la mesa y caían al suelo, sus cuerpos son tan extremadamente livianos que la caída no les causa el menor daño.
Pero el flujo exploratorio no cesaba, todo lo contrario, se incrementaba constantemente y ya no podía concentrarse en su trabajo porque incluso alguna desagradecida le estaba dando picotazos en el codo. Ahora ya comenzaba a imaginarse a los diminutos alienígenas friéndose o electrocutándose en la placa base, o arrastrados por el huracán electrónico hacia el último rincón de la galaxia. Había que hacer algo ya, así que no tuvo más remedio que adelantar un poco la hora del desayuno. Tomó la manzana del archivador, se dirigió a la papelera en el rincón de siempre y se puso a pelarla muy despacio para que el aroma se extendiera por toda la oficina. Una vez pelada, cortó una tajada más gruesa de lo habitual y la dejó en el lugar de siempre, junto a la entrada del hormiguero. Después siguió con la vista la fila de hormigas que todavía se dirigían hacia su mesa, dudó unos segundos como calculando algo, y cortó otra tajada de manzana, más gruesa aún, que puso justo al lado de la otra. Comió el resto de la manzana, guardó su navaja y salió a lavarse las manos y tomar un poco de agua. Al volver se acercó al rincón y comprobó con satisfacción que la estrategia estaba dando resultado: las hormigas orillaban por completo los dos pedazos de fruta y, lo que era aún mejor, la fila que iba hacia su mesa se había dispersado o había cambiado de rumbo. Así que volvió a sentarse a su mesa y se puso a trabajar intentando no prestar atención a las hormigas que todavía pululaban por allí. A la media hora se detuvo y comprobó con gran alivio que el número de hormigas se había reducido drásticamente. Ya solo quedaban unas pocas incondicionales que al parecer pasaban del banquete al otro lado del mundo, pero podía mantenerlas a raya sin demasiado esfuerzo.
Un poco antes de las doce llamó por teléfono a un amigo del departamento de contabilidad y quedaron para tomar un café en la entrada del edificio. Después se paso por la oficina de personal para recoger unos documentos. Cuando regresó a la oficina eran las doce y media. Olía un poco a insecticida pero todo estaba limpio, la papelera vacía, sus carpetas ordenadas y ni rastro de alienígenas adictos a la fruta. Ah, se dijo mientras se arrellanaba cómodamente en su sillón, qué haríamos sin nuestra querida e inestimable Enriqueta.