Sellos

No sé de dónde le vino a tía Verónica el gusto por coleccionar sellos. Probablemente fue una continuación inevitable de aquella primera costumbre adolescente de coleccionar los cromos de las películas. Lo cierto es que se le había quedado el hábito acaparador y los sellos de correos se convirtieron en la continuidad natural de su pequeña afición cuando los cines dejaron de anunciar sus películas mediante aquellas bonitas estampas en formato de tarjeta postal. Además, y eso era importante en vista de los pocos ingresos de la tía, era una actividad también inocente y que no requería en principio ningún tipo de gasto. Los sellos, una vez utilizados, no tenían ningún valor para sus destinatarios y los daban de buen grado. Solo había que localizar a personas que recibieran mucha correspondencia, y en eso sí que hubo un poco de suerte porque en todas las casas donde trabajó de asistenta (un notario, un médico y dos comerciantes) el trasiego de correspondencia era constante. Así que el suministro de material estuvo asegurado durante años.

Probablemente en sus años mozos, esperando a aquél príncipe que nunca llegó para ella, la tía dejó a un lado sus primorosos bordados y reservó un bonito cuaderno de tapas azules donde presentar sus mejores ejemplares, los más bonitos, como unos de Laos que representaban preciosas escenas de elefantes, o ciertas series españolas de castillos o de pintores, pero no le quedaron demasiado bien y además, había que pegarles por detrás una tirilla de papel que a su vez se pegaba después al cuaderno, y el pegamento podía estropear el sello para siempre.

A veces Lucas, de pequeño, entraba al cuarto de la tía Verónica, tomaba con cuidado el cuaderno de pastas duras y se sentaba en la alta cama procurando no arrugar demasiado la colcha primorosamente alisada. Al abrirlo siempre tenía la sensación de asomarse a un mundo lejano y desconocido a través de aquellas ventanillas diminutas.

Al cabo de los años, casualmente, Lucas tuvo ocasión de ver la colección de sellos de una amiga e inmediatamente sufrió un ataque filatélico en toda regla. Ya entonces estaba trabajando y podía permitirse algún que otro lujo. Así que, con el beneplácito de la tía, compró un catálogo de sellos españoles para poder clasificar los sellos y se puso manos a la obra. La tía nunca fue demasiado ordenada y bendito sea ese defecto suyo porque le hizo disfrutar mucho más de aquellas primeras semanas de recopilación de material. Había sellos por todos los rincones de la habitación: en cada cajón, metidos en cajitas y botes de medicamentos, en bolsos y monederos, en medio de la ropa, entre los enseres de la costura, incluso debajo del pompón de una vieja polvera, en cualquier lugar, por poco indicado que pareciera, podías encontrarte un sobrecito lleno de sellos; sellos con botones, sellos con puntillas, sellos con hilos y encajes, sellos con fotografías, sellos con viejas cartas, sellos, sellos, sellos…Y cada uno de aquellos encuentros, lejos de calmar su ansiedad, espoleaba todavía más su enfebrecido afán coleccionista. A veces la tía encontraba otras cosas ajenas al objetivo principal y se ponía a ver fotos que creía perdidas o se daba a la melancolía leyendo viejas postales o cartas casi olvidadas, hasta que Lucas se daba cuenta y la reclamaba de nuevo a su importantísima e ineludible tarea. Durante varias noches pusieron toda la casa patas arriba y no quedó ningún rincón a salvo de aquel minucioso y exhaustivo registro.

Una vez recopilados todos los sellos que había en casa tenía que examinarlos uno a uno recortando al máximo el papel sobrante para facilitar la labor posterior de lavado. Después metía un puñado de sellos en una palangana llena de agua y los dejaba reposar y empaparse. Transcurridos entre 10 y 15 minutos, el pegamento se disolvía en el agua y los sellos se separaban fácilmente del trozo de papel al que habían estado pegados. Les frotaba un poco el reverso con los dedos, todavía dentro del agua, para eliminar los últimos restos de pegamento, y los ponía a secar encima de un paño extendido. Cuando tenía ocupado todo el paño con sellos, antes de que se secaran, los cubría con otro paño para evitar que los sellos se enroscaran sobre sí mismos al secarse. Cuando ya estaban secos los iba repartiendo entre las hojas de un libro para terminar de plancharlos, con exquisito cuidado para no dañar el delicado dentado de los bordes.

Una vez limpios, secos y planchados todos los sellos, vino la entretenida labor de clasificación y selección. Ordenarlos, localizarlos en el catálogo, seleccionar el mejor ejemplar de cada sello atendiendo a su estado, a la ausencia de cortes o dobleces, a la continuidad del dentado, una tarea no siempre gratificante porque a veces un matasellos demasiado enérgico o un recorte demasiado ajustado habían arruinado un sello que podía haber sido perfecto. Finalmente, cada uno de los sellos seleccionados se metía en una pequeña carterita de plástico pegada a la hoja correspondiente del álbum y pasaba a formar parte de aquella diminuta historia panfletaria, multicolor y conmemorativa: bustos de reyes y reinas, día del sello, la carota de Franco eternizándose en todos los perfiles y colores posibles, vírgenes y santos, trajes regionales, uniformes militares, castillos, monasterios, grandes pintores; una sutil mezcolanza, casi inocente, de patria, religión y oficina de turismo. Y detrás de esta historia miniaturizada repleta de homenajes, aniversarios y congresos, estaban las otras más humildes y anónimas, la pequeña historia desconocida detrás de cada sello, su pequeña aventura de papel desde que alguien humedeció su espalda y lo pegó a ese sobre donde quizás llevó a otro alguien lejano unas letras de cariño o de consuelo o de ruptura después de un aparatoso recorrido entre sacas, trenes, furgones y estafetas.

Después la fiebre fue pasando. Aún estuvieron durante un tiempo comprando las nuevas emisiones de sellos pero aquello ya no era tan divertido. Había que adquirir dos juegos de sellos, uno para la colección de nuevos y otro para asegurar la colección de usados. Pero eso era jugar sobre seguro, sin riesgo. Y además era un compromiso, una obligación, pero ya sin atractivo, sin sorpresas. Así que Lucas terminó por abandonar los sellos antes de que ellos le convirtieran en un esclavo estúpido atado de por vida a la oficina de Correos.

Ahora los tiempos han cambiado. Ya apenas se ven sellos porque la mayor parte del correo ordinario se envía mediante franqueo automático o en destino. Ahora, alguna vez, Lucas mira de soslayo los tres álbumes donde dormitan aquellos sellos y siente una nostalgia espesa e imposible: daría con gusto todos esos sellos por poder volver a rebuscar en aquellos cajones una sola noche con la tía Verónica.