Garbanzos negros

De pequeño siempre dejaba los garbanzos negros a un lado del plato, como ángeles malignos caídos desde el blanco paraíso humeante del puchero dominical. Hasta que mamá, siempre tan fantasiosa y dramática, comenzó a contarle aquella luctuosa historia de los garbancitos negros que sufrían mucho cuando los niños los despreciaban por su color y los dejaban abandonados a un destino incierto donde como mucho llegarían a ser picoteados por las gallinas del corral o devorados por algún perrillo sucio y hambriento. Desde entonces se sintió responsable de la suerte de los pobres garbancitos negros y no hubo ya puchero en el que no los buscara con ahínco para comérselos devotamente y salvarlos así de su habitual y cruel destino junto con los despojos de la cocina y la basura de la casa. Incluso se los imaginaba contentos y vivarachos mientras los iba masticando y tragando en primer lugar ante la comprensible consternación de los garbancitos normales, tan acostumbrados desde siempre a ser los primeros en subir a la cuchara.

Ahora no se ven garbanzos negros porque las envasadoras ya se ocupan de quitar de nuestra vista cualquier imperfección que pudiera inquietarnos, pero a Lucas se le ha quedado algo de aquellas primeras preocupaciones solidarias porque siempre termina fijándose en el pan que sobra mientras se imagina ese trigo mecido por el viento y madurado al sol para nada, recolectado y molido para hacer una harina inútil con la que amasar y hornear ese trozo de pan que ahora arrojará a la basura.

¿Dónde van ahora los garbanzos negros, las frutas poco agraciadas, la producción excedente, el pescado que despreciamos, todo el alimento que no llega a superar la exigente medida de nuestra estúpida avaricia inapetente? ¿Cómo casar todo ese desperdicio a manos llenas con el drama del hambre en el mundo y la necesidad de tantas cosas básicas en las vidas de tanta gente olvidada?

Por eso Lucas ahora apura el plato y abrevia la ducha, por eso guarda el cordel sobrante del tendedero y busca alguna utilidad para el corcho de las botellas o los palitos de los helados, por eso se resiste a cambiar los muebles o renovar el auto solo por seguir las modas. No porque todavía crea en la infelicidad de los garbancitos negros sino por respeto a esa naturaleza maltratada y a todos aquellos que no tienen demasiadas cosas, ni siquiera las imprescindibles.

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