Hizo girar la llave en la
cerradura y entró apresuradamente. Una vez dentro, cerró con cuidado, se apoyó
de espaldas contra la puerta y respiró hondo intentando calmar su pulso desbocado.
A su izquierda, a través de la puerta acristalada de la cocina, reconoció la
silueta de su mujer, escuchó el tintineo de los vasos en el fregadero, el agua
corriendo, la radio de fondo. Los sonidos familiares lo terminaron de tranquilizar.
Estaba en casa.
Pasó al cuarto de baño y se lavó
las manos. Mientras se las secaba escuchó, lejano, el chasquido metálico del freno
del ascensor al detenerse en una de las plantas y experimentó un
estremecimiento, como un pellizco en el estómago. Trató de no pensar. De
regreso al salón, tomó su libro de la mesita auxiliar y se sentó en su lado del
sofá. La gata, sentada al otro lado, emitió un corto gruñido y después abrió
sus pequeñas fauces bufando como una serpiente. Para equilibrar la atmósfera de
mutua antipatía imaginó al animal cayendo desde el borde de la terraza: siete
pisos en vertical arañando desesperadamente la nada, apenas dos segundos y sus
siete vidas reventaban contra la acera de un solo golpe seco y definitivo.
Una vez acomodado, dejó en la mesita
auxiliar sus gafas de cerca, se puso las gafas de más cerca ―jamás logró adaptarse a las progresivas― y abrió el
libro por el marcador. Miró insistentemente la página durante medio minuto, pero
no pudo leer una sola línea. Tenía solo una idea en la cabeza, una escena imposible
protagonizada por él mismo en el ascensor un momento antes: la fantasmal aparición
de aquel hostal, el viejo hostal madrileño de hacía diez años.
Notó en la blancura de la página el
tenue cambio de iluminación cuando se apagó la luz de la cocina: su mujer había
terminado. Antes de que ella entrara al salón recompuso su postura y simuló estar
absorto en la lectura. Ella pasó hacia los dormitorios sin mirarle. Al poco
volvió y tomó asiento en el otro sofá más pequeño. La gata no se inmutó esta
vez. La mujer encendió la tele desde el mando a distancia y se dedicó a estudiar
la programación de las diferentes cadenas. El hombre cerró su libro y lo dejó a
un lado aparentando un punto de contrariedad, como si de verdad hubiera sido interrumpido
en medio de una interesante lectura. Ignorado, se dedicó a mirar la tele sin
abandonar del todo su aire de resignación y esperó hasta que su mujer eligiera
en qué cadena quedarse.
Ella se decidió al fin por una
película que ya habían visto, como tantas veces. Él se echó hacia atrás en el
sofá procurando remover los cojines para incomodar a la gata. Decidió que lo
más oportuno era esperar a la primera pausa publicitaria para contárselo.
La pausa no se hizo esperar
demasiado. Dejó pasar un par de anuncios, y después un tercero, para no
parecer impaciente. A continuación, carraspeó para aclararse la garganta y
habló:
―Cuando he subido a casa después
de tirar la basura me ha ocurrido algo extraordinario en el ascensor ―hizo un
notable esfuerzo para aparentar naturalidad, aunque no pudo evitar que se le
erizara el vello de los antebrazos.
Los dos seguían mirando la
pantalla, absurdamente atentos a los anuncios. La gata miraba fijamente un
punto indefinido de la pared.
―No sé qué hice mal al pulsar el
botón de nuestra planta― prosiguió con algo más de decisión―, pero de pronto se
encendieron en el panel las luces de todas las plantas, el ascensor arrancó y
estuvo subiendo durante mucho tiempo, mucho más tiempo del que se tarda en
subir al último piso.
―¿Has vuelto a beber? ―espetó
ella sin mirarle.
Estuvo a punto de ceder al
impulso de coger su libro y marcharse a su cuarto, pero se contuvo. Era más
fuerte la necesidad de contárselo a alguien. No podía quitárselo de la cabeza.
―He estado todo el día en casa y
no he tomado más que agua ―dijo en tono condescendiente. Después continuó―: Como
te decía, el ascensor subió y subió, y cuando por fin se detuvo y se abrieron
las puertas…
Calló un momento para tomar
aliento y que no le temblara la voz. Ella permanecía impasible. La gata había
cerrado los ojos y parecía dormitar plácidamente.
―La planta a la que llegué no era
la nuestra… y tampoco era una planta de nuestro edificio ―dijo vigilando la
reacción de su mujer por el rabillo del ojo.
―¿De verdad no has bebido? ―dijo
ella mirándolo, ahora sí, por encima de sus gafas con una mezcla de curiosidad
y repulsión, como se mira un insecto disecado dentro de una vitrina.
―Me asomé al rellano ―prosiguió él
sin prestar atención a la impertinencia de su mujer― y miré estupefacto el
número siete justo encima del ascensor. Era de metal dorado, como el de nuestra
planta, pero todo el resto era distinto: las paredes y el suelo eran de mármol
rojizo, los techos abovedados y rematados con molduras; y el tramo de escalera
era todo de madera, muy gastada, exactamente como la de aquel viejo hostal de
Madrid donde nos quedamos hace muchos años. ¿Recuerdas? La barandilla era
también de madera con pequeños pomos dorados en los remates de las esquinas. Y
las puertas tenían esas mirillas antiguas de aspas que se hacen girar desde
dentro como una hélice…
―El lunes ―le interrumpió ella con
sequedad, pero sin mirarle, con los ojos clavados otra vez en la tele― te
acercas al centro de salud y le cuentas a tu médico esas estúpidas
alucinaciones. ―Se removió, molesta, contra el respaldo del asiento y exclamó
con aspereza―: ¡Lo que nos faltaba es que perdieras la chaveta!
Él no respondió a la burla. Y
tampoco siguió hablando. Se sintió dolido, humillado, pero también aliviado,
como si el solo hecho de contarlo hubiera calmado de golpe la desazón que le
oprimía el pecho. Incluso se alegró de haber sido interrumpido. Mejor así,
pensó, mejor no haberle contado el resto, mejor no haberle confesado su falta
de entereza, el ataque de pánico que lo hizo refugiarse de nuevo en la cabina
del ascensor y pulsar el cero desesperado, contando los interminables segundos
hasta que las puertas se cerraron y la cabina inició el largo descenso hasta la
planta principal. Allí había permanecido unos minutos, nervioso, dudando de sí
mismo, hasta que por fin reunió el coraje para pulsar con mucho cuidado la
tecla del cinco. Llegó a la quinta planta sin problemas y desde allí subió hasta
la suya por las escaleras mirándolo todo con ojos desquiciados, hasta que entró
en casa.
Sí, era preferible no haberle
contado esos detalles.
La película prosiguió. Dejó pasar
todavía media hora más mirando la pantalla pero absorto en el perfil crispado
de su mujer, pensando en ella, en su despectiva frialdad, en el profundo
desprecio que le demostraba a la menor ocasión. Intentó recordar en qué momento
se torcieron sus vidas y el desamor se convirtió en odio, pero no lo logró. Después,
aprovechando otra pausa publicitaria, tomó su libro y se retiró a su habitación.
La gata volvió a gruñir cuando pasó a su lado, pero ya sin entusiasmo, casi por
costumbre. Se metió en la cama con el libro pero tampoco esta vez consiguió
leer una sola línea. Finalmente apagó la luz y cerró los ojos: imposible, el
sueño también se resistía a rescatarlo de su desazón. Permaneció tendido en la
oscuridad hasta que se apagó la televisión. Luego escuchó a su mujer acostarse
en la otra habitación y sintió cómo, de manera paulatina, se iban acallando los
ruidos del edificio: los pasos, los grifos, las puertas, las conversaciones. De
tarde en tarde, amplificado por el creciente silencio que se extendía ya por
toda la casa como una niebla densa, el frenazo sordo del ascensor restallaba al
pararse en una planta y volvía a provocarle esa punzada en el estómago.
Se entretuvo imaginando el
ascensor manejado por un oscuro genio condenado a subir y bajar la cabina eternamente,
bajando a los vecinos a la calle o subiéndolos a sus casas. Lo imaginó viejo y
encorvado, maniobrando sus cables y engranajes con no demasiada pericia porque
siempre, después de cada parada, dejaba descabalgados los suelos de la cabina y
el rellano y se veía forzado a dar un brusco tirón final para remediarlo. Y ese
desmañado genio sin lámpara, pensó, no sabía por qué oscura razón, le había
jugado esa noche una mala pasada, una maldita broma de mal gusto. Pero, ¿y si no
era una broma?, ¿y si fuera una invitación, un ofrecimiento? Quién podía
saberlo.
Permaneció despierto todavía mucho
tiempo, en total oscuridad. Su imaginación estaba tan excitada que la noche le
parecía demasiado larga y el sueño demasiado esquivo. No podía dejar de pensar
en esa planta séptima que le había sido mostrada como en un alucinante número
de magia. Él la había visto y su reacción, después del asombro, había sido huir
presa del pánico. Ahora en cambio, curiosamente, cada minuto que pasaba la veía
menos amenazadora, como esos animales salvajes que sucumben a la curiosidad y
vuelven al motivo de su miedo después de una primera espantada. Poco a poco,
sin apenas darse cuenta, el terror inicial devino poco a poco en fascinación,
hasta que en su viejo corazón comenzó a fermentar la idea de una huida, de una
oportunidad ―seguramente la última― para rehacer su desastrosa vida. ¿De qué otra
manera podía explicarse aquello? No podía tener otro sentido. Era como si la
realidad, esa pobre realidad que lo asfixiaba lentamente desde hacía años, le
estuviera proponiendo una escapada, un milagro, la posibilidad de retornar a
unos años mejores desde los que volver a conducir su vida en otra dirección.
Al día siguiente se levantó más
temprano que de costumbre. Era sábado. Hizo su cama minuciosamente, procurando
no hacer ruido para no despertar a su mujer. Desayunó en la cocina sin armar
mucho jaleo, un plátano, una mandarina y una pequeña tostada con aceite, sin
café para no demorarse demasiado. Recogió todo meticulosamente, lavó el plato
usado y puso el paño de cocina a secar en el tendedero. Después se puso el
anorak y salió de la casa. Sabía que no iba a encontrar nada fuera de lo normal,
pero de todas formas subió por las escaleras al piso superior, el octavo, y
siguió subiendo otro tramo hasta el acceso a la azotea del edificio donde
terminaba la escalera. A excepción de la torreta del ascensor, no había nada
más. Bajó de nuevo al séptimo por la misma escalera y de ahí al sexto. Nada
raro, todos los rellanos eran iguales, todos de terrazo blanco y barandillas
pintadas de verde carruaje. Tuvo la intención de llamar al ascensor, pero
finalmente se decidió a bajar el resto de pisos por la escalera. Le venía bien
un poco de ejercicio matinal y de paso podía comprobar el resto de plantas, no
fuera a ser, pero tampoco, todas resultaron iguales a las otras. Era lo que
esperaba, pero tenía que comprobarlo.
La planta fantasma no podía estar
en el edificio, eso estaba claro, así que la única explicación era el ascensor.
El ascensor, pensó, tenía que ser una especie de puerta hacia otro tiempo
pasado… Se avergonzó inmediatamente de esa conclusión, él no era uno de esos
visionarios que se creen cualquier tontada, pero después recordó vagamente un
programa de televisión en el que hablaron de esas cosas: lugares en apariencia
normales que, bajo determinadas influencias, podían comportarse como puertas
hacia otra dimensión, o hacia otro tiempo. ¿O lo había visto en una película? Cualquiera
sabe, se dijo, al tiempo que la idea comenzaba a acomodarse, a parecer creíble,
a mostrar todas sus plumas, ya sin temor, sobre la efervescente confusión de su
cabeza.
Pulsó la tecla de llamada del
ascensor. Mientras esperaba, cerró los ojos y visualizó de nuevo al genio instalado
en la torre de la azotea. Esta vez lo imaginó como un viejo tramoyista que
metía y sacaba personajes de los ocho escenarios superpuestos del edificio, maniobrando
en la oscuridad del foso sus quejumbrosas poleas y contrapesos, subiendo y
bajando la cabina, abriendo y cerrando las puertas, espiando las muecas de la gente
ante el espejo, las poses, los retoques de última hora; atento siempre a su
tablero de lucecitas: este sube, este baja, este sube, este baja. Y así cada
día, cada noche, sin descanso, siempre.
Las puertas del ascensor se
abrieron. Se asomó al interior de la cabina y se sintió observado desde arriba.
«Soy yo, genio», murmuró en voz baja, no supo si para reírse de sí mismo o para
darse ánimos. Estudió con atención la botonera y apreció las teclas encastradas
en la plancha de metal. Parecían las ventanas de un edificio: todas iguales
excepto la del cuarto, que había sido quemada con un cigarrillo. Se esforzó en
recordar cómo había pulsado su planta la noche anterior. ¿Pulsó el siete
rozando también el ocho?, ¿o el siete rozando el seis? Se dispuso a probar de
las dos maneras, pero no llegó a pulsar ninguna tecla. De golpe se vio a sí
mismo ―de nuevo observado desde arriba― como un rematado estúpido y salió de
la cabina. Cuando las puertas se cerraron a su espalda se sintió extrañamente iluminado
y supo que no tenía que hacer ninguna prueba. No era cuestión de pulsaciones ni
de teclas, ahora lo sabía. Aquello
estaba dirigido a él. No entendía muy bien por qué, pero se sintió invadido por
la certeza de que la “puerta” solo funcionaría de noche y a una hora
determinada. Y solamente con él. Él era la llave, la consigna que desencadenaba
el hechizo, no podía ser de otra manera. Inmediatamente, la pequeña felicidad
de sentirse elegido se le ensombreció cuando pensó en su mujer, en su más que
probable reacción si pudiera escuchar sus pensamientos en aquel instante: ella no
dudaría ni un solo segundo en internarlo en un manicomio, lo sabía.
Salió del edificio.
El día estaba nublado pero la
temperatura era casi agradable, así que se animó a dar una buena caminata por
el paseo marítimo bordeando el carril bici, para tener una ruta definida. El intermitente
tráfico de corredores y ciclistas lo mantuvo entretenido. El breve instante de
contacto al cruzarse con ellos le bastaba para imaginar aspectos de sus vidas,
sus gustos, sus familias, sus secretos. Los pájaros marinos, en cambio, habían
desaparecido, quizá porque la marea estaba alta y tapaba los fangos donde suelen
rebuscar el alimento. A ratos asomaba el sol entre las nubes, pero nunca el
tiempo suficiente como para calentar. A ratos, también, volvía a su mente la magnética
visión de aquella planta siete.
Regresó a casa a mediodía. Entró
en el ascensor como si nada y pulsó la tecla del piso seis con determinación. Aunque
en su cabeza batallaba un ejército de dudas contra su recién conformada convicción,
esta vez se mantuvo firme y ni siquiera cerró los ojos cuando la cabina se
detuvo. Tal como esperaba, las puertas se abrieron y apareció al otro lado una
planta seis calcada a todas las demás. Subió por las escaleras hasta la siete,
la suya, con la sensación de haber superado un obstáculo esencial. El ejército
de dudas comenzaba a replegarse.
Su mujer no estaba en casa ―los
sábados almorzaba siempre con su hermana―, así que pudo ducharse tranquilamente.
La gata se hacía la dormida en su mitad del sofá; sólo una de sus orejas, permanentemente
orientada hacia él, rastreaba con precisión sus más leves ruidos y denotaba su constante
estado de alerta. Cuando terminó de vestirse recogió la ropa sucia, ordenó el
baño, tendió la toalla en el tendedero y se abrió una cerveza. Normalmente tomaba
agua o cerveza sin alcohol, pero hoy tenía la sensación de vivir un día muy especial
y se tomó un par de las botellas que su mujer reservaba para ocasiones
especiales. Después escogió al azar un táper del frigorífico, comió un poco, lo
limpió todo, escondió las botellas vacías en el fondo del cubo de la basura y
se tumbó a descansar en su habitación. Seguía estando inquieto y excitado, cada
vez más intensamente a medida que se acercaba la hora señalada, pero las
cervezas le habían provocado una dulce modorra que lo fue ganando poco a poco al
sueño.
Había anochecido cuando se
despertó con la boca reseca. El alcohol, pensó. Escuchó a su mujer trastear en
la cocina ―consultó su reloj y sí, era su hora―, seguramente estaba cenando ya ―los
fines de semana no cenaban en el salón, cada uno picaba alguna cosa en la
cocina y listo―. Tenía que apresurarse, no podía perder tiempo. Se arregló un
poco, se refrescó la cara en el baño y aprovechó para buscar la funda de su
cepillo de dientes en el armarito de las medicinas. La que encontró era de
distinto color, pero en esta ocasión no le importó, no había tiempo. Después
tomó su libro de la habitación y fue a sentarse al salón. La gata no estaba en
el sofá, así que aprovechó para retirar el pelo del animal adherido a la gruesa
tela, se lo fue llevando con los dedos hacia un extremo y acabó formando una
pelotita que tiró por la ventana para no tener que ir a la cocina. Se sentó, abrió
el libro y esperó a que su mujer terminara de cenar. Palpó el cepillo de
dientes en su bolsillo izquierdo y la cartera con las tarjetas en el bolsillo
trasero del pantalón. Todo estaba en orden.
Su mujer no tardó en salir de la
cocina. Por un momento le pareció que ella emitía algún sonido, un saludo breve
quizá, hola… pero no, seguramente no. La mujer pasó directamente hacia las
habitaciones. Él, sin perder un segundo, dejó el libro sobre la mesita, guardó
meticulosamente sus dos gafas de cerca en sendas fundas, las guardó en el
bolsillo interior del anorak y se dirigió a la cocina. La gata huyó en cuanto
lo vio llegar, no sin antes dedicarle uno de sus gruñidos. No había nada
preparado para cenar, pero tampoco tenía hambre, los nervios le atenazaban el
estómago a pesar suyo. Tomó un yogur del frigorífico y se obligó a comerlo
lentamente, haciendo tiempo para salir a la hora exacta. Por si acaso para más tarde,
cogió un par de plátanos del frutero y los guardó en el bolsillo del anorak. En
contra de su costumbre, esta vez no lavó la cucharilla y la dejó tirada en el
fregadero ―imaginó la cara de su mujer cuando la descubriera―. Después salió de
casa con la bolsa de basura, como cada noche, y pulsó la tecla de llamada del
ascensor. Las puertas se abrieron de inmediato, como si la cabina le hubiera
estado esperando.
Pulsó el cero con seguridad y
cerró el puño intentando ahogar el leve temblor de su dedo. La cabina cerró sus
puertas e inició el descenso con un ligero estremecimiento. Él cerró los ojos y
llenó los pulmones a fondo. Su dubitativo ejército interior había recompuesto
sus filas, pero lo barrió de un manotazo: ahora o nunca, se dijo, tenía que ser
ahora, cuando volviera a subir, cuando pulsara el siete, como anoche. Experimentaba
la vertiginosa convicción, cada vez más intensa, de que era su única salida,
como si todos los objetos a su alrededor, las paredes, las lámparas, el suelo, la
espiral entera de la escalera y todos los rostros que le miraban desde el fondo
del espejo le gritaran: ¡huye!, ¡huye!, ¡escapa! Y él estaba dispuesto. Por fin
se había decidido. Escuchaba al otro lado del panel el sordo tableteo de los
cables de acero, podía sentir las pequeñas rozaduras del metal contra las guías
mientras la cabina descendía por el oscuro foso paralelo a la escalera como un vagón
vertical que descendiera a los infiernos. Cuando llegó al principal y las puertas
del ascensor se abrieron su mano ya no temblaba, y al salir del portal se
sintió un hombre nuevo.
La calle estaba desierta y una
ligera llovizna danzaba casi flotando bajo las luces amarillentas de las
farolas. Caminó hacia los contenedores sintiendo las minúsculas gotas de agua repiquetear
en su frente como agujas de hielo, arrojó la bolsa de basura dentro del
contenedor y volvió sobre sus pasos intentando calmar la ansiedad que crecía en
su pecho como un augurio. A la mitad del corto trayecto de regreso alguien lo
llamó desde un coche estacionado. La puerta del conductor estaba abierta y el
hombre parecía tener algún problema para arrancar el motor. El frío, quizá la
batería, pensó. No podía demorarse mucho, hoy no, pero no quiso ser descortés y
se acercó. Se asomó al interior para entender lo que el conductor le indicaba
en el tablero de mandos. No supo qué pasaba, solo sintió una mano de hierro
tirando de su antebrazo, el frío metálico de un pinchazo en el pecho y después
el pozo, un enorme pozo negro y un tropel espeso de sombras que lo engulleron
todo.
La mujer había preparado café en
la cocina y el denso aroma, a pesar del frío matinal, hacía agradable la
estancia por sí solo. A través de la ventana, el sonrosado reflejo del sol en el
edificio de enfrente hacía presagiar un día despejado y luminoso. No había
dormido bien esa noche y se mostraba inquieta. Había preparado galletas en un
plato y un par de rebanadas de pan estaban alineadas en la tostadora, como si
esperara alguna señal para pulsar la palanquita. Consultó la hora en el móvil y
aprovechó para cerciorarse una vez más de que no había ningún mensaje. En ese
momento escuchó arrancar el motor del ascensor y se puso tensa. Bajó aún más el
volumen de la radio y aguzó el oído. Nunca antes había reparado en que pudiera percibirse
con tanta nitidez el trasiego del ascensor. Escuchó abrirse la puerta de la
cabina en su planta. ¿Era él? Aguantó la respiración y creyó oír unos pasos acercándose
a su puerta. Por fin sintió la llave entrar sigilosa en la cerradura y girar
despacio. Abrieron la puerta a un tiempo y ella dejó que él entrara antes de volver
a cerrarla sin hacer ruido.
―¿Fue todo bien? ―preguntó con
voz apagada al hombre. Sus ojos tenían una expresión anhelante, como si a la
vez implorara y temiera la respuesta.
―Sí ―susurró él.
Ella cerró los ojos un instante y
suspiró profundamente.
―Pasa al salón ―dijo todavía a
media voz―. Desayunaremos allí.
Entró de nuevo a la cocina, pulsó
la palanca de la tostadora, se arregló el pelo frente al cristal del microondas
y se dispuso a llenar las tazas con el humeante café recién hecho.
El hombre dejó su anorak sobre el
sillón de lectura y se dejó caer en el sofá pesadamente, parecía agotado. La
gata, en el otro lado del sofá, se incorporó perezosamente, arqueó el lomo en
una contorsión imposible, bostezó con descaro y se subió a la pierna del hombre
ronroneando, buscando sus caricias.
Huelva, Septiembre 2018