Huelga de hambre

El edificio del Hospital era bastante antiguo y rezumaba todavía algo de esa atmósfera claustral que sin duda debió tener en su primera época como convento adjunto a la iglesia de la Merced. Sus tres plantas estaban distribuidas alrededor de un agradable patio interior que le daba al conjunto una luminosidad y una paz como de invernadero. La habitación que me asignaron estaba en la primera planta y era sorprendentemente amplia, de techos altos y abovedados que descansaban, elegantes, sobre los muros macizos. Había tres camas alineadas frente a un pequeño cuarto de aseo. Junto a la ventana, como una reliquia del pasado, un lavabo diminuto que seguramente utilizaban los médicos para lavarse las manos antes y después de las exploraciones. Me sentí aliviado al comprobar que mi cama era la más próxima a la ventana. Mi primer gesto fue acercarme al cristal y contemplar, con una mirada aprobadora, la entreverada arquitectura de los edificios de enfrente y las espigadas palmeras que delimitaban el contorno de la plaza. En la cama del otro lado de la habitación, junto a la puerta, yacía un hombre avejentado del que solo podía apreciar sus largos cabellos encanecidos y un poco revueltos por la almohada, un perfil enjuto y aguileño, barba muy larga y deshilachada, y una mano huesuda, nudosa, descansando plácidamente sobre el pecho que apenas subía y bajaba levemente en cada respiración. No quise molestarlo para presentarme y él tampoco mostró ningún interés por saludar ni conocer al recién llegado. Supuse que estaría a la espera de alguna intervención quirúrgica porque no tomó nada a la hora de la cena. Solo le vi beber un poco de agua y no sé si le oí musitar un escueto saludo en ese momento, mientras yo aparentaba estar enfrascado en la lectura de mi libro para no molestarlo.

Me desperté muy temprano esa primera mañana. No estaba excesivamente preocupado por la pequeña cirugía que me iban a practicar en un pie, pero la novedad del lugar y, sobre todo, el abundante repertorio de  sonidos tan familiares, puertas, carritos, cubos de limpieza, voces, pero que ahora sonaban como amplificados y tan distintos dentro de aquel edificio, me hicieron despertar mucho antes de lo habitual. No obstante, permanecí muy quieto y asistí con los ojos cerrados al progresivo despertar de las actividades del hospital. Primero fue el ahogado revuelo de las limpiadoras, el cambio de bolsas de basura, las fregonas lamiendo los suelos, el olor penetrante de la lejía. Después el ritmo ya imparable de pasos y conversaciones en los pasillos, la creciente y amortiguada rodadura de los automóviles en la calle, los primeros ajetreos de los gorriones y las palomas, hasta que se fue adueñando de todos los rincones del edificio el alegre tintineo de las tazas y las bandejas del desayuno.
Un carrito, empujado por dos camareras, se paró en la puerta de nuestra habitación. Se asomaron como dudando si entrar o no. Yo no podía tomar nada porque iba a ser intervenido esa misma mañana y mi vecino, al parecer, tampoco, porque las camareras cuchichearon alguna cosa y volvieron a salir. Un momento después volvió a entrar una de ellas con mucho sigilo y dejó una bandeja en la mesita junto a la cama de mi compañero. Nada más soltarla se dejó oír una voz como de ultratumba. «Saben ustedes perfectamente que no voy a comer nada, solo necesito agua, nada más. No sé por qué insisten, coño». La camarera dio un respingo y salió apresuradamente sin decir nada, pero dejó la taza humeante y un paquetito de galletas sobre la mesita de noche. El hombre ni siquiera se había movido. Al poco llegaron refuerzos a la puerta de la habitación y entró una monja que se acercó con decisión a la cama del desganado.

—Buenos días, Joaquín, ¿sigue usted insistiendo en no comer nada? —Dijo intentando suavizar el tono autoritario de su voz— No puede usted seguir así, hombre de dios, tiene que alimentarse para que pueda reponerse.
—Hermana, ya lo hemos hablado muchas veces. No quiero reponerme porque no tendría a dónde ir con una cadera rota. Para alguien que tiene setenta años y vive en la calle, como yo, esto es el final. Lo entiende, ¿verdad? La única salida es acabar mis días tranquilamente en esta cama.
—Pero no puede usted pensar de esa manera —insistió la monja un poco desarmada por tales argumentos—. Tiene usted que reponerse primero, curarse, y luego ya veremos qué se puede hacer. Dios proveerá, no lo dude.
 —No meta a dios en esto, por favor —cortó Joaquín, visiblemente molesto pero también un poco desganado—. Mire, los dos sabemos cómo acaban estas roturas a mi edad: en silla de ruedas o en muletas de por vida. Y ninguna de esas dos opciones es viable para un tipo que vive en la calle. No obstante —ahora moduló su voz con cierta ironía—, si ustedes se comprometen a facilitarme una residencia donde acabar mis días o un modo decente de vida, yo empiezo a comer de inmediato. Pero eso no es posible, ¿verdad? Así que déjenme tranquilo y no me molesten más.

Con sus últimas palabras volvió de nuevo la cabeza hacia la pared como si quisiera seguir durmiendo. La monja no insistió más y salió de la habitación negando con la cabeza, sin entender nada de lo que había oído y un tanto ofuscada por no poder rescatar de los infiernos el corazón de aquella vieja oveja descarriada.

Confieso que desde ese momento sentí un sincero afecto hacia ese hombre. Estaba impresionado por su entereza, por la lucidez que demostraba aquel anciano en una situación límite que hubiera desarbolado a cualquier otra persona de su edad. Lo tenía todo muy claro. No podía seguir viviendo su vida de vagabundo con una cadera rota y tomaba la única decisión posible en esa situación: dejarse morir tranquilamente en aquella cama. Hacía bastantes días que mantenía su inapelable huelga de hambre, y lo hacía sin dramas, sin aspavientos, sin hipocresías, y hasta con cierta elegancia.
Esa misma mañana me intervinieron. La operación no era demasiado importante pero implicaba algunos injertos de piel por los que tuve que permanecer en el hospital una semana, hasta la primera cura. El resto del día lo pasé adormilado e incómodo por la anestesia. Tenía la boca seca y pastosa y agradecí que mi compañero de habitación fuera tan poco hablador. A la hora de la cena ya me encontraba mucho mejor y me tomé con verdadero apetito, aunque evitando cualquier comentario que pudiera molestar el inquebrantable ayuno de mi vecino, una tortilla de patatas que me había traído mi mujer. Después de eso, Joaquín, no sé si espabilado de su ensimismamiento por el aroma hogareño de la tortilla, se interesó por mi estado y hablamos un poco sobre trivialidades del hospital.
En los días siguientes continuamos hablando con cierta frecuencia y fui conociendo algún aspecto más de su agitada vida. Al parecer procedía de una buena familia. Sus padres habían muerto ya, pero aún tenía dos hermanos y algunos sobrinos viviendo en Cataluña. No tenía ya ninguna relación con ellos. Ni quería tenerla. Tampoco existía ninguna enemistad insalvable. Simplemente un día se cansó de su vida, abandonó su casa y se subió a un tren, el primer tren de una larga, interminable sucesión de trenes y estaciones y lugares a los que llegó y de los que se fue cuando empezó a sentir la urgencia de un nuevo destino, de un nuevo paisaje, de un nuevo olvido. Y no le disgustaba esa vida. Pero, sobre todo, no podía soportar otra. Amaba las calles y la libertad, así, en abstracto. Y no le había ido mal, a pesar de su aspecto actual. Hasta ahora, claro. Una estúpida caída bajando unos escalones y su precaria vida nómada se había desmoronado definitivamente. Pero no estaba triste. Había encajado el golpe con deportividad y esperaba el inevitable desenlace de su huelga de hambre con una naturalidad admirable, como si solo estuviera aguardando otro tren que le llevara a otra ciudad con un puerto ajetreado y parques llenos de bancos al sol bajo grandes árboles centenarios.

Al tercer día de mi estancia allí, poco antes de mediodía, la vida en la habitación sufrió un cambio drástico y definitivo que acabó de cuajo con la confortable paz que habíamos disfrutado hasta ese momento: nos trajeron a Martín. Era un muchacho gitano, muy joven, que había sufrido un accidente de moto aquella misma mañana. Lo acomodaron en la cama libre del centro. Tenía la cara muy magullada y venía sedado después de ser atendido de sus múltiples fracturas. Pero el problema no era él, vendado como una doliente momia y que apenas resollaba, sino la numerosísima familia que lo seguía de manera incondicional y compulsiva. A partir de ese día la habitación se nos llenaba de gitanos por la mañana y por la tarde, durante todas las horas permitidas de visita y alguna más. Eran invasiones en toda regla, se sentaban en nuestras camas (casi siempre en la mía porque las barbas de Joaquín parecían amedrentarles), curioseaban en los armarios, usaban el baño para acicalarse, discutían y hasta hacían tratos como si estuvieran en el bar. Lo que más les gustaba era lavarse las manos utilizando mi bote de gel, y secarse con mi toalla.
Al día siguiente, después del desayuno, vinieron a recoger a Joaquín dos enfermeras y un celador. Él trató de resistirse con insospechado entusiasmo, pensando quizá que querrían llevárselo para obligarlo a alimentarse, pero finalmente consiguieron tranquilizarlo explicándole que solo le llevaban a la sala de rayos X para comprobar la evolución de su fractura. Cuando lo estaban pasando a la camilla pude ver por un instante su cuerpo consumido: era un amasijo de huesos bailoteando dentro del yeso, como un cristo viejo y famélico atravesando el caparazón blanquecino y vacío de una gran tortuga. A la hora de las visitas, los gitanos preguntaron por él, pero ni aun estando ausente el viejo barbudo se atrevieron a sentarse en su cama, como si para ellos fuera una especie de patriarca al que había que profesar un especial respeto. También preguntó alguno de ellos por el bote de gel del lavabo, que había desaparecido de manera un tanto misteriosa. No supe inventarme ninguna excusa que explicara tal ausencia ni la casual aparición en su lugar de una de esas pastillas baratas de jabón de manos (ya estaba bastante atareado intentando evitar que se apoyaran o se sentaran sobre mi pie herido, como para hacer también de azafata).

Cuando volvieron a traer a Joaquín a la habitación era casi la hora del almuerzo y los familiares de Martín, excepto su abnegada madre, habían desaparecido de la misma manera que habían llegado: en masa. El viejo parecía otro viejo, menos huraño, más vulnerable. Y es que, aprovechando que lo tenían en su terreno y un tanto indefenso, habían decidido darle un buen baño y acicalarlo un poco. Traía los cabellos todavía mojados y peinados hacia atrás. Eso y su triste delgadez le daban un indudable aspecto quijotesco, como de profeta venerable sorprendido por un chaparrón imprevisto. Pero además de ese aire relajado y hasta casi feliz que sin duda le había prestado el baño, se veía en sus ojos una luz nueva, una animosidad que antes no tenía y que comencé a explicarme cuando le vi bajar de la camilla, torpe e inseguro como antes, pero sin el grotesco pantalón de yeso que había rodeado su cadera hasta entonces. Los dos nos aguantamos las ganas hasta que la enfermera y el celador se fueron (Martín y su madre estaban enfrascados con no sé qué problema con la almohada). Entonces me explicó, con una serena alegría no exenta de una pizca de orgullo, que la fractura se había soldado de manera casi milagrosa. Al parecer, el brutal adelgazamiento de su cuerpo, después de tantos días sin alimentarse, había comprimido y sujetado la cadera mejor que ningún yeso, propiciando una inesperada soldadura de los huesos rotos, cosa realmente infrecuente en personas de su edad. En un gesto de suprema ironía, su propia decisión de dejarse morir le había salvado finalmente la vida. Así que estaba curado, el sol brillaba de nuevo para él y la huelga de hambre quedaba oficialmente suspendida para descanso y regocijo de las persistentes monjas que velaban por su alma impía. Ahora solo tenía que recuperarse, ganar un poco de peso y regresar cuanto antes a la vida somnolienta de los parques, a las calles bulliciosas, a los albergues donde pasar las noches demasiado frías, siempre cerca de una estación de ferrocarril, por si acaso.
Al poco rato nos trajeron el almuerzo y Joaquín se mantuvo atento y dispuesto a romper el ayuno de inmediato, intentando disimular la ansiedad que hacía temblar un poco sus manos. Su primera bandeja fue desalentadoramente escasa, porque su debilitado cuerpo tenía que acostumbrarse poco a poco y sin excesos al alimento, pero su cara de contenida felicidad era impagable, como la de un niño estrenando zapatillas. Después, a medida que su cuerpo toleraba la dieta suave sin problemas, las raciones se fueron normalizando hasta que al segundo día ya comía lo mismo que todos. Su ánimo también comenzó a necesitar de estímulos y entretenimiento. Empezó a levantarse de vez en cuando a dar pequeños paseos por la habitación, hablaba con más frecuencia y les pedía revistas a las enfermeras. Yo me ofrecí a traerle algunos libros de casa pero me respondió que no, que ya había leído demasiados libros en su vida, que ahora solo le apetecían lecturas menudas, revistas para entretenerse, sobre todo las del mundo del motor: coches, motos, esas cosas. Un vagabundo interesado en los coches y las motos, pensé, la vida de este hombre está llena de paradojas.
Así llegamos al fin de semana. A mí me daban el alta el lunes, y Joaquín no tardaría mucho más en regresar también a su vida. Quizá una semana, diez días, todo dependía de su capacidad de recuperación. Pero todo iba bien. Mejor dicho, todo fue bien hasta el sábado. Ese día lo noté incómodo, contrariado, torciendo el gesto a ratos como si se doliera del estómago o del vientre. Me confesó que siempre había sido algo estreñido y que ahora, después de tantos días de inactividad excretora, parecía que sus intestinos habían olvidado su imprescindible labor de alivio y se sentía literalmente taponado, como una olla a presión a fuego lento pero sin el necesario desahogo de la válvula de escape.
El domingo arreciaron las visitas y tuvimos la habitación abarrotada y festiva hasta casi la hora de la cena. Joaquín estuvo especialmente molesto todo el día y no paraba de palparse el vientre y dar continuas vueltas en la cama. Poco después de la cena apagamos las luces de común acuerdo y nos echamos a dormir agotados.
Agradecí la suave penumbra tanto como el silencio que comenzó a fraguarse en la habitación. Me di la vuelta hacia la ventana y me entretuve, mientras esperaba el sueño, mirando las apretadas fachadas de los edificios de enfrente, al otro lado de la plaza. Había luces encendidas en algunas ventanas y balcones, gente que estudiaba, que miraba la tele, que vivía su vida detrás de cada pequeño rectángulo de luz. Mañana, pensé, yo estaría también por fin en mi casa y podría dormir en mi cama y hacer una vida normal sin visitas ni enfermeras, lejos de la repeinada y gregaria familia del pobre Martín que ahora dormía tranquilo mientras su madre empezaba a roncar en el incómodo sillón a los pies de su cama. El sueño no tardó en aparecer como un suave remolino hacia la nada, pero justo cuando estaba a punto de resbalar en su hipnotizante negrura, sonó un breve pero potente pedo en el silencio de la habitación. Era Joaquín, sin duda. Pero nadie se movió en la habitación. Estuve a punto de soltar una carcajada, pero sentí lástima por el pobre viejo y no quise estorbar su desesperado desahogo ahora que la válvula de su olla parecía volver a funcionar. El hombre se contuvo también durante unos largos minutos, como si estuviera sopesando la profundidad de nuestro sueño y calculando hasta dónde podía llegar sin despertarnos. Después, seguro ya de que los demás estábamos bien dormidos, se arrancó de nuevo con un largo pedo continuo, fluido, como el sonido mantenido y serpenteante de una gaita, como un globo cuando se desinfla, modulando el volumen, apretando o aflojando las nalgas para probar distintas aberturas de boquilla, en un vano intento de pasar desapercibido y evitar el desastre. Más que un pedo, parecía un largo solo encadenado de un viejo saxofón borracho. Era como un pesado abejorro negro y peludo volando trabajosamente, zumbando en el aire con un frenético batir de alas angustioso, renqueante y heroico. La escatológica melodía subía, bajaba, tomaba de nuevo impulso y al poco volvía a bajar, parecía que se iba a extinguir y otra vez sacaba fuerzas de flaqueza y subía de nuevo, gozosa, desesperada, inagotable. Parecía imposible que aquel esmirriado vientre pudiera soplar con tan envidiable perseverancia. Hasta que de pronto, como si aquello no hubiera sido nada más que el preludio, atacaron las trompas al unísono en un apoteósico y espantoso trueno, una traca final soberbia y memorable que conmovió la bóveda del techo e hizo tintinear los vasos en las mesillas.

—¡Martín! ¡Martín! —gritó la gitana, incorporándose a tientas, todavía confusa y entre sueños— ¡Un terremoto! ¡Un terremoto!

Martín, amodorrado por los calmantes, tardaba en despertar y yo me ahogaba mordiendo rabiosamente un pico de la sábana que tenía metido en la boca, los ojos llenos de lágrimas, la cara enrojecida del esfuerzo, intentando aguantar la inevitable risotada que acabó desbordándose y que procuré camuflar aparentando un ataque de tos o de dolor.
Joaquín no dijo nada. Guardó su desafinado instrumento por esa noche, aliviada por fin su oxidada caldera, y la paz se hizo de nuevo en la habitación. Martín y su vieja madre, ajenos por completo a la causa real de la increíble detonación, volvieron a dormirse, y yo me quedé aguantando los últimos hipos que me asaltaban al recordar la gloriosa sinfonía a la que había tenido el honor de asistir como único espectador en la penumbra.

A la mañana siguiente me dieron el alta y me fui a casa ayudándome de unas muletas. Tenía por delante una semana de tranquila convalecencia para completar mi recuperación. Era un poco como estar de vacaciones, sin visitas pesadas ni enfermeras, pero a pesar de las agradables lecturas y los cuidados de mi mujer, a veces echaba de menos a aquellos compañeros de habitación tan especiales, sobre todo al viejo vagabundo solista. Cumplida por fin la semana de reposo, regresé al hospital para que me hicieran una última revisión rutinaria. Después de ese trámite y un nuevo vendaje más liviano, subí a la primera planta para llevarle a Joaquín una revista (de coches, por supuesto) que acababa de comprarle en el kiosco de la plaza, pero ya no estaba allí. El pájaro había volado. Pregunté por él a una de las enfermeras y me dijo que se había marchado hacía dos días, que no estaba recuperado del todo, que no habían podido retenerlo más tiempo. No volví a verlo nunca más, pero estoy seguro de que todavía tuvo tiempo de tomar otro tren hacia alguna nueva ciudad desconocida y prometedora, y que disfrutó en ella, mientras pudo, de su vida errante y solitaria durante algunos años más, antes del final inevitable. Él y su viejo saxofón desafinado.