Nunca se le dio bien eso de estudiarse un papel y moverse sobre un escenario paseando gestos y palabras y actitudes extrañas. Demasiado trabajo le cuesta ya ser él mismo, saberse él en cada momento y empinarse sobre los días y las rutinas para alcanzarse un ratito alguna vez. Pero ocurre que hay otras cosas que le son aún más difíciles, y una de ellas es negarse a algo cuando quien se lo pide tiene unos labios tan tiernos, tan enloquecedoramente tiernos como los de Lina. Así, cuando Lina lo invitó a meterse en su grupo de teatro, él no dijo nada pero se dejó andar a su lado y bebió con gusto la cerveza de aquellas reuniones preparatorias, ignorando sin demasiado esfuerzo los libretos y hartándose de estudiar en cambio la boca, el pelo, la risa de Lina desde todos los ángulos posibles. A veces le pedía un martini y procuraba hacérselo beber a pequeños sorbos. Pero por qué, preguntaba Lina y Lucas tomándola del pelo, susurrándole al oído mira, es que esa bebida le da a tu boca un brillo realmente inquietante, algo como una humedad dorada y fatal, sabes, y a esa altura de la frase Lina se moría de risa, azotaba el aire con su desordenada melena y se volvía a esconder su rubor adolescente en la recalentada discusión sobre la obra escogida y el reparto de papeles, complacida al comprobar que aquella mano volvía a enredarse levemente en su pelo y le sembraba el cuello de tibios y dulces sobresaltos.
Las conversaciones y las cervezas terminaban siempre en un dudoso sincronismo que Lucas aplaudía en secreto porque entonces era volver a las calles solo con Lina. Y las calles con ella a su lado eran otras, como si hubieran renovado todos los escaparates, como si antes no hubieran estado allí aquellas palmeras que a Lina le parecían plumeros porque estaban recién podadas y solo les habían dejado las ramas nuevas más erguidas. Calles abiertas hacia rincones desconocidos donde tumbarse a tomar el sol y vamos al embarcadero, Lucas, y perder toda la tarde bordeando el destartalado muelle de madera y aguardando el sol poniente como si fuera la primera vez, como si jamás hubiera visto a las gaviotas rebuscando por entre el fango y la bajamar envilecidas un poco en esa ausencia de brisas y oleajes.
La noche se desplomaba después adueñándose de las formas, silueteando susurros y tibiezas de portal y de luna, agazapándose en torno a cada farola en ese viejo abrazo que las obliga a replegarse y derramar en el asfalto su derrotada luz amarillenta, pero era otra noche porque ahora no traía ningún eco de temor y vacío temblando en el aire, no sentía sed alguna de apresuramiento ni urgencia de rumbos donde dilatarse porque Lina aún a su lado y cuántas estrellas, Lucas, por qué no estarán siempre ahí, y entonces la última cerveza en el boliche de Paco escuchando música sudamericana hasta que Lina comprobando las once en su pequeño reloj, inventándose alguna historia en el camino hacia casa, qué les cuento ahora si ya van dos semanas que llego siempre tarde, temblando un poco entre sus brazos cuando la besa, sonriéndole un instante desde la puerta antes de perderse en un ascenso alegre y alocado por las escaleras.
Solo más tarde, ya en casa, fumando el último cigarrillo en la cama frente a ese trozo de noche enmarcado en la yedra de la ventana abierta, le llegaba a Lucas el callado reproche de los libros abandonados sobre la mesa, la clamorosa quietud de las fotografías en la pared, las cerámicas, alguna carta sin contestar, elementos todos de un viejo decorado de desprendimientos reclamándolo en silencio a ser él mismo nuevamente, fundiéndose en un dedo que lo apuntaba como culpable de estar soñando otra vez, de estar jugando a ser de nuevo el muchacho alegre y despreocupado que alguna vez fue, pero qué hacer si Lina, qué hacer si a la vuelta del trabajo y tantas horas estúpidas nada tenía sentido si no era sentarse al borde de una plaza a esperar a Lina, qué hacer si verla llegar entre la gente era como si de pronto el sol se asomara al filo de un cielo nublado, y a partir de ahí ya nada importaba y fuera los fantasmas y los barcos perdidos porque los ojos de Lina sonriendo y qué bien, Lucas, qué contenta estoy de que tú hagas de Marcelo y yo de Martina, los dos empiezan por mar, ¿no es bonito? Y qué otra cosa decirle entonces que claro, chiquita, ¿se sabe ya donde van a ser esos malditos ensayos?
Quizá si no se hubieran metido tan de lleno en esa ilusión por el teatro. Pero los ensayos comenzaron demasiado pronto y Lucas sintió alargarse indefinidamente las tardes en aquel garaje donde empezaron y más tarde en el teatro que el tío de Enrique les había conseguido tres días por semana. Tuvieron menos tiempo para andar sin prisas por las calles, para besarse en los parques y escuchar las historias de Paco en el Boliche, pero Lina estaba tan contenta. Parecía embrujada bajo aquellas polvorientas tramoyas enmarañadas en lo alto y cuando los focos se encendían, miraba al fondo la silenciosa platea en penumbras y la soñaba repleta de espectadores impacientes, se soñaba nerviosa ante el telón ascendente, relajándose luego en el acompasado transcurrir de la representación hasta que al fin escuchaba el repentino fragor de los aplausos, las felicitaciones, Martina y Marcelo tomados de la mano inclinándose brevemente ante un público agradecido. Incluso después de los ensayos, colgada de su brazo o adormecida sobre su pecho, ella soñaba todavía y era un poco Martina enamorada la que corría descalza hasta la ducha y qué tarde se nos ha hecho, Lucas, no sé qué voy a contarles esta noche. Pero para él aquellas tardes no dejaban de ser lo que habían comenzado siendo, solo un dejarse andar a su lado mirándola, jugando un poco a amarla aunque ese juego lo hubiera atrapado en el momento en que empezó a quererla.
Lina no dejaba de notar su desapego pero procuraba no hablar de ello, empujada quizá por el presentimiento de escabrosidades que no deseaba afrontar ahora. Solo alguna vez, viéndolo como ausente en los ensayos, aprovechaba un descanso y se acercaba a su lado a preguntarle. Le gustaba esa forma de mirarla él antes de responderle, lejano aún, regresando de quién sabe qué mundos; le gustaba que comenzara a hablarle sonriendo aunque a veces la inquietara tanto aún sin comprenderlo demasiado. Y Lucas entonces dándole un golpecito en la mejilla, cambiando de postura y diciéndole nada, Lina, no pasa nada, mirando de nuevo la oscuridad de la platea y oyéndose decir, como si la hubiera estado esperando, que bueno, quizá eso es lo malo, que no pase nada y no me vuelva loco esto que hacemos, pero ya lo hemos hablado alguna vez. ¿Sabes a qué le daba vueltas? Me estaba imaginando cómo sería un público ahí sentado viéndote salir al escenario sin maquillajes, sin pelucas, sin expresión, con las manos metidas en los bolsillos del vaquero y una pelotita de nada en esa parte del cerebro donde antes había un papel, unas frases. Quedarte en medio del escenario y sentirte abandonado de todo y de todos, incluso de eso que antes eras tú con peluca y memoria y ganas. Habrá quizá un momento en que relampaguee algo como una urgencia angustiosa de recordar, un amago de absurdo o de ridículo pero incluso de eso caerse para continuar siendo esa nada desconcertada y desconcertante que se derrite lentamente hacia un silencio ya sin espinas, hacia una desnudez calmosa y nueva y limpia, algo como un nacimiento desde y hacia uno mismo... Y justo ahí, terminaba Lina un instante antes de salir corriendo, se oye el lejano retumbar de los cañones de Navarone poniéndolo todo perdido de tomates y trozos de butaca, y entonces reír y correr tras ella a pesar de dolerle la broma porque en el fondo no hablaba de teatro y esa imagen tenía algo de símbolo apuntando hacia ellos, alcanzarla en algún rincón y darle unos azotes hasta volver a las tablas entre risas y besos, y otro empujoncito a esa escena que se hacía tan difícil.
Posiblemente el creciente hastío que lo embargaba durante los ensayos fue como plomo derramándose en el platillo y forzando a un lado la balanza entre lo real y lo soñado. Pero el final comenzó para Lucas aquella noche en el boliche cuando Norberto les cantó su “Milonga para una niña”. Una de sus estrofas decía: “Y aunque me ofrezcas consuelo, yo no lo puedo aceptar, puedo enseñarte a volar, pero no seguirte el vuelo.” Era una despedida forzada y triste pero desapasionada, y Lucas no pudo menos que ver un espejo en la voz de aquel argentino nostálgico, un espejo donde verse aunque le costara tanto reconocerse, un espejo desde el que empezar a regresar a sí mismo en un lento arribo que ya no habría de cesar hasta recuperarlo minándole poco a poco los senderos de las tardes con Lina, obstinándose en devorarle los sueños a pesar de las noches con ella, devolviéndolo lentamente a la sed de vagabundear libremente al atardecer sin comedias, sin mentiras por muy dulces que fueran.
Los días pasaban lentos y cada vez le era más difícil escindirse entre Lina y lo demás. Los momentos a su lado comenzaron a estancarse, a oler a cerrado y todos los pajarillos que hubieran debido volar se morían en los ojos, en las manos, en los labios. Si de él hubiera dependido habría dejado que fuera el tiempo el que los separara, el que sembrara poco a poco entre ellos sus grises jardines de olvido y de distancia, y así quiso que ocurriera hasta aquel viernes en que de golpe ya no pudo más. Habían quedado como siempre a las siete para un ensayo en toda regla, una especie de estreno sin público, pero Lucas no se reunió con ellos en el Café. Atendió a su vieja brújula y se dejó llevar como antes por las calles sin rumbo determinado, deteniéndose alguna vez a tomar una cerveza en algún bar y sintiéndose un poco hermano de esa soledad entibiada que lo envolvía de nuevo y lo regresaba minuto a minuto a sí mismo, perdiéndose en un acompasado vaivén de barras y aceras hasta que, sin saber cómo, se encontró justo a las puertas del teatro. Quiso alejarse pero apenas dio la vuelta lo invadió de lleno la imagen de Lina y por qué no, por qué no entrar si a lo mejor Lina.
La disculpa salió fácil porque todos entendieron que en el fondo era mejor que aquello lo hiciera otro con más ganas. Después se llegó hasta Lina sentada fumando en un rincón y comprendió que también era preferible que fuera otro el que se llegara a su lado y le acariciara el pelo porque ahora ya sabía que Lina no saldría de allí con él, y entonces solo mirarla un momento a los ojos, quererla en una última sonrisa y los dedos acariciando levemente su mejilla antes de alejarse deprisa porque Lina con lágrimas en los ojos, Lina todo el pelo en la cara sin comprender, sin querer comprender, preguntándose en un susurro por qué, Lucas, por qué, viéndolo avanzar por el pasillo en penumbras como si ya estuviera solo y levantar de un taconazo el asiento de la última butaca al final de la platea, viéndolo aún Marcelo que se va y viéndose a sí misma Martina abandonada que llora, escuchando al fin ese portazo al fondo que por un instante la desnuda y la empuja a ser Lina y tener ganas de salir corriendo, comprendiendo vagamente, y sin embargo quedarse acariciando apenas la idea de un retorno imposible porque ya Lucas ganado la noche solo, doliéndole Lina pero queriéndose así, en esa esquina y con todas las estrellas allá arriba, sin tablas bajo los pies, sin otra cosa que decir que una cerveza y un perrito, por favor.