Naufragios

Un helicóptero descomunal, ceñudo, burdamente pintado en tonos chillones e inquietantes, sobrevuela pesadamente la agitada vastedad ondulante del Atlántico Norte (o Sur, qué más da) poblando el aire de impertinentes ronquidos y molestas turbulencias. Aunque, bien mirado, no responde con exactitud a la línea clásica de un helicóptero. Es más bien un autobús modificado por una mente diabólica, un autobús hortera repleto de ventanas y coronado por una par de poderosas hélices, que vuela cabeceando peligrosamente sobre las olas. Y parece que husmea algo porque vira constantemente como si el aire estuviera lleno de calles tortuosas y mal dispuestas.

De repente el piloto grita: ¡allí está! Muerde aún más su enorme cigarro con una mueca victoriosa y enfila velozmente el monstruo zumbador hacia un punto que se vislumbra apenas a lo lejos. Las ventanillas se abarrotan de bocas y ojos expectantes que se abren más y más a medida que el lejano punto crece y va tomando forma, hasta desembocar en un cerrado clamor de entusiasmo cuando la mancha oscilante se dibuja del todo y comprueban alborozados que es un hombre tumbado en una pequeña balsa que flota a la deriva en medio del océano.

El piloto, satisfecho y sonriente, sitúa entonces el aparato lo más cerca posible del solitario y húmedo personaje y se esfuerza en mantenerlo así mientras la legión de pasajeros, convenientemente armados de cámaras y grabadoras, brota ruidosamente de las ventanillas y se dispone al inevitable interrogatorio: ¿Qué tal el agua, señor? ¿Es divertido naufragar? ¿Qué rumbo lleva? ¿Le espera alguien en la costa? ¿Obedece su actitud al descontento ante la crisis política de su país? ¿Qué religión profesa? ¿En qué partido milita? ¿Me permite que ...? Y justo en ese instante el hombre, que aún no se ha dignado abrir los ojos ni ha interrumpido el leve chapoteo de su mano sobre el agua, desenfunda un enorme Colt-44 tan mohoso como inesperado, dispara certeramente sobre los dos motores del helicóptero y se abandona de nuevo entre las blandas y verdosas dunas de agua a disfrutar de su náusea y su naufragio, sin mirar siquiera a la máquina infernal que se hunde sin remedio y se lleva a su molesto pasaje a encuestar a los silenciosos seres que moran en los negros abismos submarinos. ¡Peste de alcahuetas incoherentes!

Y es que ya no te dejan ni naufragar a gusto, piensa Lucas mientras dibuja sobre la barra un anillo de agua con el vaso, mirando el oleaje dorado y ceniciento del humo por encima de los veladores rojos y desprendiéndose casi sin querer de las preguntas de Blanca, cayendo ya gustosamente y sin remedio en un tibio silencio entre trago y bocanada desde el que comienza a aburrirse, a desistir de eso que podría ser Blanca, de eso que otras veces se resuelve en una mirada llana y una sonrisa sin máscaras resbalando hacia ese momento en que todo será agua y piel y besos, de eso que ahora no, que ya no porque llegaría como una caricatura grotesca y mutilada después de un largo hastío de palabras y de copas. No es eso lo que busca, lo sabe, y ya solo tiene que ceder a esa certeza y a esa sed borrosa de otra música, de otro lugar, de otros ojos, hasta que todo eso lo empuja, deja el vaso vacío sobre la barra, sortea lentamente las mesas con las manos en los bolsillos de la cazadora, sale a la calle y soy yo el que tiene que pedir otro cubata, por favor, y volviéndome hacia Blanca que espera, responderle y continuar hablando de tantas cosas, imaginando un poco aún a Lucas que se pierde ya por esas calles, que se detiene un momento a encender un cigarrillo y mira la negrura de arriba por si la luna, que recomienza una vez más su viejo dibujo de rumbos desordenados, de búsquedas inciertas alternando silencios y farolas con el jazz de algún antro decadente, hasta que nos encontremos en cualquier esquina y regresemos a casa al borde de otra noche malograda martilleándonos en la cabeza como una mala ginebra (especie de tonto incorregible, me dirá indulgente y cansado), juntos cuando ya no se puede hacer nada, anverso y reverso del mismo desencanto. Pero eso será después, mucho más tarde porque ahora ya empiezo a contarle a Blanca que un helicóptero descomunal, ceñudo, burdamente pintado en tonos chillones e inquietantes, sobrevuela pesadamente la agitada vastedad ondulante del Atlántico Norte...