Alguien que se ríe bajito

A menudo le pasa que pierde pié en la realidad y se cae en grietas que nadie sospecha, solapadas hendiduras abiertas como heridas en el abrillantado pavimento de lo cotidiano, y de las que le cuesta salir y seguir caminando como si nada porque justo ahí empiezan a arañarlo viejas dudas ante la tranquilizadora apariencia de las cosas. El denso maquillaje urbano pierde consistencia ante sus ojos y ya no puede compaginar la mirada triste de ese niño que mendiga con la refulgente fachada impresionante del banco de la esquina. Y entonces es inútil que pase de largo, que busque donde agarrarse para volver a suelo firme. De nada sirve que encienda un cigarrillo y mire los escaparates intentando escabullirse porque ya todo lo que haga no podrá ser más que un vano deambular de portal en portal bajo esa lluvia persistente, obstinada en ponerlo todo perdido y castigar su silencio con una larga letanía disparatada, y que no habrá de cesar hasta que el pelo empapado se le pegue a la piel y sienta la humedad adentrándose por la ropa mojada, metiéndole el frío hasta los huesos. Como si de una fisión nuclear se tratara, el desenmascaramiento de lo real prosigue a pesar suyo multiplicándose en mil desprendimientos que se suceden, en otras tantas contradicciones absurdas que se disponen estratégicamente a su alrededor y lo esperan para saltarle a la cara en cualquier esquina.

Lucas pretende ignorar esa hostilidad a pesar de que la huele en el aire, y juega siempre un poco a no enterarse de nada, como si fuera la primera vez, y ahí le tienes en medio de la calle encajando ese primer envite con su mejor sonrisa, poniéndose en el rostro toda la inocencia que le queda para entrar a ese Café cercano y cerrar la puerta tras de sí con un cuidado excesivo, casi ridículo. La táctica da resultado porque al menos consigue un aplazamiento, una tregua pequeñita, casi nada pero tregua al fin porque le permite acomodarse tranquilo en la barra y esperar el café mirando cómo desaparece un trocito de tostada untado de mermelada por entre unos labios muy rojos. Incluso le queda tiempo para sonreírle cuando ella lo mira un instante por encima de su taza de café, tiempo para perderse un poco en su pelo, en sus manos tan blancas revoloteando sobre el bolso, tintinear de monedas asustadas sobre la mesa y un talle rotundo que cimbrea por entre las sillas, desaparece tras la puerta y deja el local un poco más solo, con esa desazón como de último tren en una noche de viento.

Solo después del último sorbo de café descubre el televisor instalado al fondo y lo mira de soslayo, como sospechando indeseables consecuencias, lamentando no tener a mano un par de taponcitos de algodón. A ráfagas entremezcladas con la voz del camarero que reclama una merienda y el cristalino ajetreo sostenido incansablemente en el fregadero, comienzan a llegarle secuencias distorsionadas del noticiario de las siete y hay que agarrarse al borde de la barra porque Malvinas, Palestina, terrorismo, globalización, hambre, OTAN, el hombre depredador del hombre, pero lo bueno es que todo esto queda de pronto en segundo plano porque medio país ha reaccionado al fin y ha levantado su perezoso culito para ponerse al otro lado del auricular y escuchar emocionado que los ositos panda que habían estado al borde de la muerte ya están bien, muchas gracias. De golpe se imagina que viaja en un gigantesco “Jumbo” y descubre con espanto que la nave está siendo pilotada por una cuadrilla de monos enloquecidos; en cualquier momento puede sobrevenir la catástrofe, el destino no puede ser otro que una selva repleta de lianas y de plátanos, pero no se escucha gritar a nadie, todo lo contrario, los pasajeros están absortos en una bonita película mientras las simpáticas azafatas les obsequian con excelente whisky y sabrosísimos pastelillos. Para no desentonar con el acostumbrado formato de toda pesadilla, cuando quiere gritar su descubrimiento comprueba estupefacto que no puede articular palabra.

Y el noticiario continúa desgranándose imperturbable en una loca maraña de imágenes que no impiden el trasiego de cafetitos bien cargados, que se suman a la ya absurda arquitectura de esa tarde y lo devuelven a esa desazón como de espera ante una mecha lentísima que no termina de llegar al explosivo acumulado, una sensación indefinible de llama lamiendo leña húmeda que lo empuja a clavar los ojos en la barra y rumiar esa impotencia que comienza a devorarlo, a rodearlo de una arena caliente de la que escapa en un requiebro rabioso para encender un cigarrillo y pedir un buen coñac mientras intenta darse esquinazo en plan psicología aplicada y sugestiva, y qué manera de estropearte la tarde tú solo, hermano, con el aroma que tiene este coñac y todas esas calles salpicadas de juegos y chiquillos, de andares graciosos y cabellos sueltos aventando sueños y perfumes. Y tú aquí clavado perdiendo todos los autobuses, achicándote por un contraste de nada y una porquería de noticiario cuando sabes que es tan fácil, que no tienes más que sacudirte el polvo y dejarte rodar silbando por esas aceras vagando un poco a caballo entre las golondrinas y la gente, llenándote los bolsillos de sol, de plazas y césped en el trasero, de esa chica que pasa y tarda en apartar la mirada y hay ese momento mágico diluyéndose con los últimos colores del atardecer. Vamos, hombre, te apuras esa copa y nos vamos a gastar suelas.

Claro que después Freud se desmorona como yeso blando y es nada cuando Lucas le dice ahí te quiero ver, ante esa gitanilla que se le acerca vendiendo ramitas de romero. Nada más imposible que ignorarla y hay que removerle cariñosamente el pelo negrísimo tan sucio, hay que aguantarle esa mirada redonda sin tapujos porque tiene unos ojos muy grandes, muy abiertos, porque se llama Lole y dame cinco duros, y le da todo el suelto como si así pudiera conjugar esa niñez desamparada y marginal con su copa, con la moqueta tan soberbia y ese ambiente tan selecto y satisfecho que ronronea allí dentro. Lole se aleja contenta, tan pobre como antes pero contenta y, aunque parezca extraño, nadie se atraganta al mirarla, ninguno de los costosos veladores se derrumba al paso de su pequeño pié descalzo y hasta hay alguna nariz empolvada que se arruga al sentirla cerca. Y Lole, gitanilla pícara y graciosa, ocho años de inocencia maltratada adelantando su mano y una ramita de romero bajo el refulgente neón de la avenida recién iluminada, se pierde alegre y saltarina por entre la gente dejándole toda su tristeza a Lucas que sale del Café comprobando que la lluvia, su particular lluvia, arrecia de nuevo obligándolo a pensar ya seriamente en un refugio de emergencia, cosa no muy difícil por otra parte ya que tras meditar unos segundos recurre a la sufrida techumbre de última hora y se encamina decidido hacia la librería.

Al principio es como siempre: bajar sigiloso los tres escalones de la apretada entrada, comprobar de un vistazo aprobatorio el ensimismamiento de las dependientas y adentrarse hacia el estante central notando con agrado que los ruidos de la calle se van alejando afelpados e impotentes ante ese silencio como de santuario que se va ciñendo rotundo a la piel, como si en algún momento todo comenzara a ser agua y luces dilatadas y latidos. Hay un lento relajarse, una paulatina pérdida de contacto con su cuerpo hasta que eso que él es aflora disperso y caliente en una suave marea silenciosa, se agolpa en sus ojos y se asoma en una mirada densa que lo resume comenzando a cabalgar los encuadernados lomos alineados, bebiendo ávidamente los negros garabatos. Se detiene certero y recurrente en esos libros de siempre, toma algunos viejos conocidos por el placer de hojearlos y se baja sin saberlo del tiempo porque entonces empieza a suceder que un título, una portada, una reseña, son como frascos empolvados entreabriéndose, alentándole al rostro un aroma de desván lejano, el aroma olvidado de otras tardes, de aquel primer temblor de reconocimiento y tantas páginas gastadas donde su alma se vio reflejada como en un espejo.

Pero la lucha que la tarde se obstina en proponerle no ha concluido en absoluto. El absurdo ha descendido también los tres escalones de la entrada y lo espera agazapado en un estante donde encuentra un apretado revoltijo de pretendidas “doctrinas” orientales y otras de este lado del barrizal pero igualmente ponzoñosas, llenando páginas y páginas que Lucas no entiende cómo no se arrugan y se desmoronan en polvo avergonzado. Son libros, solamente libros más o menos engañosos, pero lo que le indigna es el hecho de que estén allí, palpitando con todas sus trampas en esa quietud disponible que los ampara y les confiere un tácito certificado de validez. Su indignación y su impotencia no son otras que las de todos esos grandes escritores, filósofos y pensadores encerrados allí, amordazados, inútiles frente a esa consistencia blanda y grasienta del ídolo que se amolda y traga el martillo que iba destinado a destruirlo y limpiar el horizonte de brumas y de cuentos.

Un chico pregunta por un texto de química y Lucas aprovecha esa fisura repentina del silencio para cambiar de tema y de estante al mismo tiempo, dando por terminadas sus enojosas elucubraciones con un taco liberador que suelta para sus adentros. Y no le sale mal del todo la maniobra porque de pronto, mientras examina un librito de Carpentier y empujado quizás por la demanda del muchacho, se sorprende nadando en el recuerdo amable de su época de bachillerato y sin saber por qué, no aparta esa especie de niebla que parece levantarse del libro que manipula y se pone a rememorar cierta clase de química en un frío atardecer de otoño. Casi le parece oír la ronca voz de aquel extravagante profesor explicando el tema que tanto le impresionó: “El clorato potásico, al ser calentado suavemente, se funde y se descompone muy lentamente. Pero si se añade algo de bióxido de manganeso (este es el catalizador) la descomposición se acelera a pesar de que el bióxido permanece inalterado”. Puede ver de nuevo en su rostro de entonces el asombro al escuchar tal enunciado sobre la catálisis, y no le resulta extraño recordar precisamente esa clase porque, a pesar de que nunca le gustó demasiado la química, en esa ocasión permaneció desacostumbradamente atento. Le atraía aquella atmósfera misteriosa que envolvía al catalizador, su carácter como de geniecillo silencioso e imperturbable al que había que pedir permiso para poder lograr una reacción química aceptable. Claro que no tarda mucho en sospechar otro sentido más profundo en esa repentina evocación y al final se ríe y se acepta metido hasta el cuello en su propia trampa. Precisamente por eso le gusta la metáfora, por lo que tiene de rodeo premeditado y al final la evidencia, todas las plumas en la cara; por esa apariencia ausente y como de otra cosa, de mano que sale de un bolsillo distraídamente, se abre y ahí tienes la imagen entera, la clave, el ratoncito blanco husmeando entre los dedos. Y ahora el bióxido de manganeso es el ratoncito blanco rozando su hociquillo peludo en la frente de Lucas, adormeciéndose en su mano y ajustando con estudiada precisión en esta otra realidad porque también aquí puede llamarse catalizador a eso que falta. El clorato humano se acumula contaminando el paisaje de una calma inerte porque falta el bióxido. La gente se cruza sin mirarse, el mono sube a la luna mientras el hombre se aburre de esperar al hombre, Lole envejecerá sin remedio vendiendo ramitas de romero, una pedagogía limpia y naciente calla sobre olvidados estantes mientras el viejo sistema educativo continua carcomiendo cerebros adolescentes, una tragedia loca y ridícula resopla tercamente y se alimenta bajo su máscara de ordenado civismo y nada ocurre, los gritos se encuadernan y se archivan pero nada se transforma, no hay reacción posible que encamine y dé sentido porque falta el bióxido humano, porque alguien lo ha robado, alguien que habita detrás de los grandes despachos, alguien que vigila las calles y se ríe bajito al ver esa sombra de ironía que se derrite blandamente en los ojos de Lucas cuando sale de la librería con Nietzsche bajo el brazo al tiempo que suenan las campanas llamando a misa de ocho.