Siempre amanece

Una misma soledad, una sed pareja en los ojos, quizás fue un presagio fortalecido en una mirada diferente y entregada el que los llevó a la playa, a las estrellas, a las arenas empapadas de luna y sal aquella noche.

Casualmente habían terminado juntos otra tarde de andanzas desprendidas, de café en el centro y banco al sol bajo todas las golondrinas enloquecidas en el crepúsculo. La noche se deslizó sin ruido entre charlas y cervezas a la puerta de un bar, mirando pasar la gente, acechando a ratos la creciente blancura mortecina sobre los tejados, hasta que las calles se quedaron vacías y rotas tras una última escapada en los autobuses, bolsas de basura en las esquinas, algún rezagado que se daba prisas y una atmósfera triste bajo las farolas, como de charcos y gorgoteos de alcantarillas después de la lluvia.

Llegó esa hora del último andar despacio y las despedidas, hasta mañana y un cigarrillo entre bostezos para dar rumbo a ese minuto indeciso sobre los adoquines rezumando la escarcha sucia de la noche. Pero ellos no se fueron. Se quedaron solos, quisieron quedarse solos. Había un suave desvelo en los ojos de María y era agradable mirarla dulcemente perdida en el vago temblor de alguna estrella, empañando con su aliento el refulgente cristal frío de algún escaparate, subiendo y bajando por las húmedas aceras resonantes, caminando a su lado con las manos en los bolsillos del vaquero tan gastado hacia el aparcamiento.

Después solo silencio, una cómoda burbuja palpitante instalándose sobre el amortiguado ronroneo del motor y el monótono rodar de los neumáticos. Bajar las ventanillas y recorrer las calles despacio escuchando a Janis Joplin, parando en alguna placita pequeña y apagando los faros un momento para ver acercarse el ámbar pálido de arriba. Alcanzarle el mechero y mirar su cara de niña perdida incendiándose un instante ante la brasa enrojecida del cigarrillo, sentir que todo es perfecto y no tener ganas de irse a casa, y arrancar de nuevo sin rumbo con todas las calles esperándolos, el campanario dormido, el río blanco de luna desde el puente.

Ninguno dijo nada cuando la ciudad quedó atrás. Callaron como si la carretera hubiera respondido a un anhelo mutuo y secreto, como si tuvieran miedo de romper con palabras innecesarias la magia de aquella hora. La noche se hizo más profunda: casi podían escuchar el largo pulso acompasado de los campos. Permanecían absortos en el asfalto como niños al amparo del fuego. El, viendo cómo la línea blanca intermitente se estrellaba sin ruido en el faro izquierdo; ella, mirándola perderse en la huyente penumbra, de rodillas sobre el asiento y mirando hacia atrás, como presintiendo que algo suyo se alejaba también con aquella pintura fosforescente.

Y al fin el mar ocupando de golpe todo el espacio tras el parabrisas al borde la última curva, abriéndose a sus ojos en una amplitud relajante menguada apenas por la densa negrura del horizonte.

Bajaron a la playa y caminaron descalzos bordeando las olas, turbados un instante al sorprenderse unidos de la mano pero sonriendo inmediatamente, reconocidos, alegres, saboreando despacio los minutos, tan fuera, tan apartados, tan dentro ya el uno del otro. Se lanzaron desnudos al agua todavía con temor a mirarse cara a cara, cuerpo a cuerpo, y nadaron juntos hasta vencer el frío y regresar cansados, palpitantes, extrañamente felices. Sus cuerpos desnudos surgiendo lentamente de la tiniebla de agua por entre espumas blandas y rumores, el mar resbalando por la piel en una caricia vieja y rotunda, lavándolos, llevándose de alguna forma todo lo innecesario, las dudas, los temores. Corrieron ateridos por la arena y regresaron al abrigo del coche, clavaron el dial en una emisora portuguesa donde buena música y hablaron de él, de ella, de las cosas que habían quedado atrás. Después se miraron largamente fumando en silencio. El mar arrullaba caracolas dormidas en un rumoroso vaivén de olas y pliegues de luna, y ya las ansias, el deseo flotando como sangre espesa entre sus cuerpos, amordazando las palabras y los dedos en nudos leves y calientes.

La primera caricia llegó torpe y sincera detrás de una sonrisa. Después todo fue más fácil y ya sí, entonces ellos, totalmente ellos y fuera los recelos, las culpas, los anillos. El tiempo se entibió en su boca de agua, ardió en su piel de niña, dudó bajo su mano incierta y temerosa, y tuvo prisa ante su cuerpo entero electrizado en un volcán de espera y de silencio. María, niña perdida en el turbulento bullir de los días. María, piel rumorosa, caricia tímida de pétalos sedosos y cuerpos resbalando hacia una explosión multicolor de sangre y aliento retenido que se disolvió lentamente en una dulce pereza de susurros afelpados, de besos ya sin prisas bajo la inmensidad palpitante del cielo hasta que María adormecida entre sus brazos y dos manitas blancas posadas blandamente en su pecho, estremeciéndose a ratos como trémulas flores de jara en un requiebro de la brisa.

El amanecer se irguió de golpe sobre un ángulo sorprendido de la playa y las primeras luces los rescataron de las sombras desnudos todavía, borrachos aún de saliva y de caricias. La noche huyó deprisa arrastrando con ella un eco adormecido de besos y susurros. Los invadió de pronto el ruido, las primeras voces, la llamada perentoria del mundo abandonado. Fueron arrebatados nuevamente al día y a lo cotidiano, nacieron a sus espaldas los edificios, las carreteras, el despertar inevitable de los pescadores y los veraneantes.

Regreso ineludible forzado por tantas cosas, culpas que se vienen a la boca confundidas en un acre sabor de resaca, carretera y silencio pero ya no aquel silencio fácil y transparente, ahora simplemente callados aguantando esa impotencia ante el día que se adentra luminoso y va cristalizándose en aristas duras y cortantes. Después asfalto, solo asfalto, una larga cinta gris arrastrándolos velozmente, recuperándolos a la rutina que aguarda, a la disculpa, a ese bar donde un café amargo frente a la dulce mirada de María sintiendo sus dedos jugueteando indecisos en su brazo, leyendo en su carita desmelenada esa espera anhelante de una palabra, de un beso que prolongue y sea puente hacia un más tarde en cualquier sitio, no condenarlo ya al recuerdo, no matarlo todavía. Sentir muy dentro ese temblor, esa imagen donde la toma por la cintura y se pierde con ella en las calles, eso que a su manera está gritando sí, queriendo intensamente ese después desde todos los poros de la piel, y a pesar de todo callar y dejarla retirar los dedos despacio como si aún esperara, dejarla irse, verla hacerse pequeña a lo lejos a través de la ventana antes de perderse definitivamente tras una esquina, y pisar el amargo cigarrillo contra el suelo con una violencia repentina, innecesaria, como si aplastara una mariposa, o un sueño.