La Historia, esa vieja dama de corsé de tungsteno que desde hace tanto tergiversa la vida hasta estrujarla y enderezarla grotescamente como para vengarse de su artritis incurable, debería ser desterrada y privada de su caprichosa tiranía. Porque quién sabe, a lo mejor toda esa maraña alucinada de gestos y aconteceres no es más que una sarta de cuentos y escombros pomposamente amontonados por la vieja loca aristocrática, y allá abajo, agobiados bajo el peso de todos los estratos del tiempo, como una bolsa ignorada de petróleo humano, nos están esperando las verdades, las bocas selladas, los Sartre, los Cortázar y tantos otros denunciadores de la Gran Locura, que la vieja debió ir sepultando tras cada palada de siglos.
Cuando Lucas se sorprende pensando cosas así, se da cuenta de que lo hace porque le duele, porque, recién estrenado su primer cuarto de siglo y esbozado apenas su denso desacuerdo con tan pretencioso devenir, ya está recibiendo el acarreo sordo de la vieja y los cascotes comienzan a cubrirle las rodillas. Por eso, para desempolvarse los zapatos al tiempo que se derrite los sesos planeando un atentado en toda regla, a veces se entretiene en recorrer la intrincada selva de plástico y cartón que la encorsetada Loca fue plantando sobre las ruinas del tiempo en tardes de ensueños enfermizos, esperando que quizá detrás de algún falso tronco aparezca de pronto un esforzado liquen palpitante, un helecho vivo y temerario.
Y ahí le tienes, por ejemplo, agachado y absorto sobre esa frase-flor: “dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, rozando con un dedo los pétalos amarillos, cimbreándola apenas por si cruje y delata su artificial esencia. Le gusta, le presiente algo como un rumor apagado de savia oculta, un aroma intrépido y vago desdoblándose sin prisa en una idea descabellada que él no rechaza porque las conoce y sabe que detrás de su aparente desatino siempre hay una ventana por la que de golpe entra toda la luz. Así que acepta la invitación, se deja llevar entrecerrando los ojos y mira, puede que la frase no fuera del todo un razonamiento brillante de físico emprendedor, es posible que el buen Arquímedes no fuera sino otro sátiro malentendido por la Vieja. Quizá lo que anhelaba el hombre era un inmenso taco de billar, un lugar donde apoyarse y la oportunidad de asestar el golpe maestro al sufrido planeta azul y empujarlo a la gran carambola cósmica, a la última combinación conmovedora, ridícula, desesperada.
Y no está mal la idea, pero que nada mal, piensa Lucas sonriente soltando ya todas las amarras mentales. Solo que podría mejorarse. Bueno, no exactamente mejorarse pero sí suavizarse un poco, hacerla menos drástica y al tiempo más factible de acuerdo con el grado actual de atrofia imaginativa y esplendor tecnológico. Podríamos prescindir entonces del problemático punto de apoyo, reclamar una poderosa sierra, cortar limpiamente la península por los Pirineos y dejarla bogar libremente a través del Atlántico (tal elección no obedece a dudosos requiebros de amor patrio ni a urgentes llamadas de la raza, sino que más bien está orientada a conseguir una mayor facilidad de navegación, sin contar con que solo sería un experimento y que después podrían recortarse los continentes a placer, claro). Según los vientos y corrientes marinas reinantes, podríamos embarrancar junto a Groenlandia o bordear África y flotar a la deriva al este de Madagascar, pero el rumbo sería lo de menos porque las ventajas de tal desprendimiento se harían sentir nada más iniciar la travesía ya que con el inevitable zarandeo del océano se derrumbarían los palacios, los templos, los bares, los cuarteles, nada quedaría en pié para ayudarnos a mentirnos y esto, unido a las sin duda benefactoras influencias del continuo vaivén y los cambios de clima, quizá nos obligaría a vivir de otro modo, a partir desde una nada necesaria y ensayar otra dirección hacia la quimérica, inalcanzada humanidad. Quién sabe.