Parece tan fácil que le duele que no ocurra, que no sean otras las palabras que incendien el aire frío de la noche, otra la causa de esa poderosa emoción que asciende repentina y estalla como agua espumosa contra los negros farallones de las fachadas cercanas al estadio. Y aún así, qué admirable, qué sobrecogedor ese inmenso latido que apresura la sangre en la roja penumbra de miles de arterias conjuradas, qué vivificante ese escalofrío que electriza la piel, qué embriagadora esa sensación de poder que lo desborda un instante y le dilata el alma cuando el fragor de diez mil gargantas fundidas en un solo grito tumultuoso se eleva desde las gradas y espesa el aire -¡gooool!- y logra conmoverlo a pesar de estar reconociéndolo tan absurdo, tan masa enfervorizada, tan fuera de lugar en el centro de una vida repleta de silencios vergonzosos.
Y a partir de ahí, poniendo azúcar al café y agitándolo lentamente mientras mira las calles vacías y esos inmensos focos bajo los que hierve media ciudad alrededor de un rectángulo de césped, qué fácil, qué dos y dos son cuatro ponerse a imaginar otros estadios, otras ciudades, todos los estadios de todas las ciudades sincronizándose en un único grito sostenido y creciente, un grito que no nace precisamente de ninguna jugada magistral, un grito que se arranca desde otra orilla adormecida del alma colectiva y alza el vuelo dejando atrás la inmovilidad de los viejos santuarios, ayuntándose desde todas las gargantas en un mismo viento y barriendo solapados fantasmas del pasado, arrancando de cuajo las fronteras, acallando para siempre los morteros, fraguándose nube de trigo solidario y ahogando el aullido loco de esa bala antes de que rompa otro sueño de libertad y manche otra calle con la sangre de ese muchacho palestino que morirá mañana.
Naturalmente, el castillo de naipes se derrumba en húmeda cascada cuando el apurado cigarrillo le quema los dedos y de paso se acuerda del café, pero ya demasiado tarde porque está frío y amargo, como si también a él se le hubiera venido abajo su leve armazón de vapores aromáticos, como si también él hubiera comprendido que mañana, en el noticiario de la noche, esa rápida secuencia en la que un cuerpo inocente yace entre los cascotes de la barbarie se perderá con el breve comentario frío y tranquilizador de algún dirigente político, y dará paso al extenso programa deportivo tan esperado.