Soliloquio

Y en cualquier caso, Lucas, para qué y cómo llamarlo. Cómo atrapar con palabras esa sensación evanescente que a veces nos conmueve desde el centro, eso que es casi como el sexo pero más tibio y menos sujeto a la sangre y que también implica culminación y recomienzo. ¿Magia, complicidad, identificación? No, no es del todo eso y acabaremos manchándolo. ¿No se te llenan los dedos del polvillo sedoso? Mejor dejamos volar la mariposa. Lo importante es saberla ahí, revoloteando sin prisa, acechándonos desde su inabordable jazmín sin tiempo para sorprendernos en algún momento con ese leve roce de alas que electriza la piel y obliga a cerrar los ojos. Para qué etiquetarla, para qué clavarla a una cartulina negra si en el fondo eso es lo único que mantiene aquí a la gente como tú.

Todo pirata que se precie necesita su isla, hermano, una isla a salvo de toda cartografía conocida donde guardar sus tesoros aunque no los pueda emplear nunca, y un bajel sediento de oleajes y de vientos. Y siendo así, dime, qué importa el hedor de todos los puertos, qué te importa ir a la deriva durante horas en medio de la calmosa rutina de una jornada de trabajo, zozobrando despacio como si no estuvieras ahí, como si no fueras tú el que teclea, el que cuadra un balance, el que se mete después en el auto y cruza la ciudad mirándolo todo como si, al igual que Silvio, también hubieras perdido tu unicornio azul. Qué importan tantas horas huecas si al sacudir la ceniza del cigarrillo y conectar la radio distraídamente te vas a sorprender porque de golpe entra todo el sol y es Mari Trini cantándote “El desertor”, sacándote desde dentro la emoción como si en medio de una muchedumbre extraña y hostil hubieras encontrado a un amigo olvidado de la infancia. Y entonces sí, ya eres de nuevo tú incorporándote sobre ti mismo, reafirmándote, y es el frío recorriéndote la espalda en cada estrofa mientras la imaginación funde viejas esperanzas y modela a su capricho otros despertares, otros fríos de otra gente igualmente perdida, unida sin saberlo en el azar momentáneo de una frecuencia de radio, gente para la que también esos dos minutos estarán siendo playa y reconciliación y acodarse en el alféizar de la ventana a sonreírle a las nubes y a los gorriones. ¿No huele entonces el asfalto a mar? ¿Y no es todo eso viento, brisa fresca que se ayunta a tu vela preparada y te empuja a una tarde que comienza a abrirse a ti de otra manera, sin aristas, como agua verdosa rompiendo blandamente bajo tu quilla?

Hoy la mariposa sin nombre se hizo canción. Mañana será una carta amable, una página inesperada, una mirada, una piel rumorosa, quizá simplemente un recuerdo mientras un cubata mirando la noche o el dibujo de un niño en una exposición de pintura. Pero siempre llegará sorprendiéndote, rescatándote a una orilla donde estar menos solo y firmar una vez más debajo del todo va bien y aún vale la pena. Y cuando falte, hermano, cuando tarde demasiado en venir y la añores con rabia porque los días ahogan y la soledad muerde hondo, cuando eso ocurra tenemos la casa llena de páginas y músicas con que invocarla, y una puerta por donde salir y adentrarnos en la noche abierta hacia arenas empapadas de luna donde esperarla.

Claro que tampoco pretendo fundar la orden de la mariposa sin nombre. Conozco el peligro y seré yo quien empuñe el hacha y aseste el primer tajo a las amarras cuando todo esto comience a entretejerse en hamaca donde tumbarnos a esperar el fin plácidamente. Y no es necesario que me vuelques encima toda la parrafada para hacerme bajar de mi nube momentánea porque ya me bajo yo solito, me siento a tu lado, le damos vuelta a la moneda y coincidimos en preguntarnos que de qué carajo sirve toda esa basura de acordes y de pactos si solo nos ayuda a no estallar, a permanecer aislados, perdidos en la distancia y el anonimato, clavados en un devenir vacío y oxidándonos cada uno en una soledad distinta, como piezas dispersas de un motor inconcebible que acaso no llegue a funcionar nunca. Así es y nadie pretende azucararlo. Pero bueno, hermano, tampoco nadie podrá tapar esa puerta que sigue ahí, apenas dibujada pero abierta a los sueños y a la esperanza, invitando, dejando pasar la luz y quién sabe si en una de esas alguien consigue el lubricante, las piezas se acoplan como seda, rugen las hélices y ahí nos tienes funcionando por fin a todo gas como un solo motor reluciente y sorprendido, empujando este jodido planeta hacia otras órbitas o haciendo qué sé yo qué cosas.