Es solo un instante, apenas ese parpadeo involuntario al filo de una imagen inesperada y se diría que justo ahí la luz se ablanda, el tiempo frena sus agujas y se ahueca, deja de latir y retrocede repitiéndose con una suavidad apresurada, buscando la sal del recuerdo en el agua gris de las horas lejanas. Pero no es lo que parece y él lo sabe. Sabe que si lo mira de cerca se va a encontrar pegado a ese viejo rostro empapado de lluvia, ese viejo rostro de incansable poblador de espejos, la recurrente manía de verse reflejado en todo cuanto encuentra a su paso como si así pudiera redimirse de esa calma aceitosa de los días. Y aún así, ese saberse no le impide cerrar una vez más el círculo, trazar la raya y calcular la misma cifra enmohecida, sentirse de nuevo lejanamente triste cuando sube a casa y, al borde del último peldaño, se encuentra con el niño del vecino sentado en el rellano y haciendo girar el pequeño bolígrafo azul hasta que al fin consigue abrirlo, escruta ávidamente el misterioso mecanismo y se asusta un poco cuando el muelle se le escapa y salta vertiginosamente desde sus deditos llenos de tinta como un flamante geniecillo liberado.
Resulta fácil imaginar que en algún momento llegará la mamá gritando que está agotada, no acabo de dejarlo solo y ya se me escapa al borde de la escalera rompiendo alguna cosa, no para de idear diabluras, y ahí puede que salga el papá mediando, son cosas de críos, razonando de pasada que también él de pequeño era así y ahí le tienes, técnico de televisión y tan bien pagado. La escena admite infinitas variaciones, matices de dureza escalonándose en proporción a la categoría del objeto destripado, pero similares casi siempre en esa condición compartida de hilos que van entretejiéndose en el inevitable corsé reformatorio de impulsos destructivos. La escuela, la iglesia y la televisión tomarán a su cargo el resto de la doma, la necesaria tarea educativa y castrante que habrá de encaminarlo hacia un ciudadano posiblemente algo abrumado, pero eficiente y normal y casi feliz.
Y sin embargo esa tristeza extraña y traviesa se le queda cerca, agazapada en la posibilidad de que ninguno de esos muros baste para contener ese afán inocente de conocer y el niño continúe desmontando juguetes, desguazando el triciclo apenas se ha dado la primera vuelta, metiendo palitos en el enchufe y destapando todos los frascos. Es posible que la adolescencia no lo turbe demasiado y le permita mirar debajo de la primera promesa de amor susurrada al fondo de una platea en penumbras, de la primera piel apresurada y torpe bajo su mano, y se haga hombre sin perder esa tendencia nefasta de rascar maquillajes y barnices desmantelando inexorablemente todo lo que llega a sus manos, desatornillando sin apenas darse cuenta todo lo que la vida tiene de rail, de red tendida sobre el vacío, de barandilla protectora al borde del puente. Hasta que un día cualquiera, mirando pasar la tarde desde una barra o entrando a casa después del trabajo, comience a comprender, a no encontrarse porque la vida se le ha quedado varada en un rellano poblado de juguetes rotos y resortes oxidados, del aserrín coloreado que rellenaba los peluches que no lo engañaron, de besos mustios y caricias marchitas de ausencia, del polvo muerto que dejaron todas las palabras inútiles. Y de tanta máscara deshilachada, de tanto despojo comenzará a levantarse una bruma lánguida, una vaga melancolía suave y persistente de la que va a serle difícil salir, como a él le está siendo difícil ahora cuando se inclina a recoger el muelle para depositarlo en la manita gordezuela del niño y se queda un instante mirando esa sonrisa pequeña y esos ojos tan limpios que ya buscan pero no saben todavía, esa sonrisa que al fin termina recompensándolo, contagiándolo un poco y prestándole alas para abrir la puerta de casa y meterse a preparar algo de cena silbando “From the beginning” como si la vida comenzara de nuevo.