Como de tantas cosas, lo que más le agrada a Lucas del fin de semana es esperarlo, saberlo cerca, verlo crecer en el horizonte cotidiano como un oasis verde y umbrío al tiempo que atraviesa las arenas del lunes y martes y ... Claro que alcanzarlo es ya otra cosa porque siempre está ahí esa lucecita que sospecha el juego y no sabe engañarse con papel plateado, porque casi nunca el oasis es lo suficientemente frondoso como para impedirle ver que al otro lado acecha otro puñado de días avanzando sobre las mismas dunas repetidas. Idénticas y repetidas, desierto y oasis diminuto, puente absurdo por el que saltar a la misma ribera estéril de la que escapó, imágenes gemelas que dibuja apenas por encima del sueño y la resaca cuando el mediodía del sábado se cuela por las rendijas de la persiana, hunde su dorada zarpa en la penumbra blanda de la habitación y lo acorrala contra la cabecera de la cama reclamándolo a su luminoso devaneo, dejándole el espacio justo para alcanzar tanteando el paquete de cigarrillos, encender uno y echarse sobre un lado sabiendo ya que se va a quedar en casa como se quedaría en la oficina de correos si se hubiera despertado allí, por ninguna razón y a la vez por tantas, reconociendo en el aire de afuera las viejas resonancias familiares de aperitivo en el centro, de banco al sol, de café a las tres y dados y tertulias que el rugir de una Honda dispersa y arrastra tras de sí como polvo muerto; el reclamo en fin, festivo en otro tiempo, de tantas cosas que ya no lo llaman, que lo devuelven a sí mismo flotando en una nada insensible y distante de la que solo se descolgará después del segundo cigarrillo para encaminarse al baño, dejar que el agua se lleve los últimos jirones de sueño y abandonarse ya en esa ceremonia reconciliadora de toalla seca y zapatillas que lo envuelve afelpando ruidos, limando asperezas, llevándolo lentamente hacia la pequeña felicidad del sol y el pelo mojado y la aguja mordiendo el primer disco, hasta que se mete en la camisa limpia sintiendo que pasa a otra realidad, a un día que comienza a abrirse a sus ojos como un cielo desnudo que habrá que llenar de azul, de nubes blancas y de vuelos para no escuchar más ese grito ahogado que aún lucha por arrancarse desde tanta calma.
Abrir una cerveza y regar el cactus puede ser un comienzo aceptable. Después las horas se van desdibujando rápidas o perezosas, livianas o apretadas pero bañadas ahora en un blando transcurrir, en una facilidad nueva que Lucas agradece, contento de poder disolverse en alguna tarea, sacándose las ganas de la manga y poniéndose a untar de silicona los batientes de la ventana para que resistan cualquier chaparrón sin que haya que bajar la persiana y perderse el mejor relámpago porque el agua se cuela dentro. O bien prefiere entretenerse graduando el compresor del acuario hasta que las burbujas salen exactamente como a él le gustan: abriéndose y arracimándose en efímero tropel, minúsculos planetas de mercurio leve surcando su breve universo hialino. Porque en el fondo nada de lo que haga será tan importante como para no admitir pausa o reemplazo, y a lo mejor en una de esas, mientras busca la silicona o el destornillador, encuentra un viejo tebeo y se sienta en el salón a empaparse las tiras de Mafalda, rebajando sensiblemente el proyecto ventana o burbujas desde la categoría de mundo envolvente a la de pompa de jabón que hace plop y regresa a ese limbo donde seguirá esperando otro requiebro favorable de la voluntad de Lucas que ahora, vete a saber por qué, se acuerda de esas Selecciones que guarda del 76 y piensa que sería conveniente cambiarlas de lugar porque la gata (¿será casualidad?) se empeña en usarlas como su afiladero de uñas particular. Así que se levanta, las mira, busca otro hueco más alto donde colocarlas y termina por dejarlas donde están encogiéndose de hombros y diciéndose que bueno, que probablemente la gata tenga razón y siempre será preferible quedarse sin Selecciones a quedarse sin bafles. Pero al final es lo mismo porque ya que está ahí aprovecha, se pone a bajar libros de los estantes y los abre uno a uno pasándoles las páginas en abanico con objeto de librarlos de polvo y combatir la humedad. Por cierto que jamás ha logrado dar fin a tan loable ejercicio, siempre sucumbe a la tentación de releer algún párrafo y termina tumbándose en la cama, perdiendo todo el tiempo con alguno de sus predilectos.
Otras veces se dedica a abrir cajones y husmear por entre viejos papeles hasta dejarse envolver durante horas por los recuerdos que surgen de una agenda olvidada o de una servilleta de papel donde alguien dibujó la magia de una noche agradable en una terraza de Huelva. Pero siempre, caída ya la noche, llega al fin ese momento en que se planta en medio de la habitación y despliega a su alrededor una mirada definitiva y aprobadora: la ventana podría resistir torrentes de agua, la luz no hiere, los bafles perfectamente orientados, los libros que buscaba esperan en la mesita de noche, todo está a punto, todo bien aunque la comodidad que emana desde esos rincones amables solo sirva para empujarlo a coger las llaves, salir a las calles y dejarse andar sin prisa hasta que la noche lo deje a la puerta de algún antro de paredes descoloridas donde seguramente tendrán colgado algún Beethoven falso y desmelenado con su correspondiente reseña moralizante, donde la cerveza estará caliente y la música será para salir corriendo, y donde a pesar de todo va a entrar y a sentarse en algún rincón pensando quizás que en casa las burbujas continúan su ascenso zigzagueante ávido de superficie y aire libre, que los peces evolucionan lentamente en la blanda geografía diminuta del acuario como pétalos rojos y azules de un caleidoscopio vivo y luminoso, pequeño mundo latiendo en el centro de esa quietud en penumbras donde callarán los libros, las plantas, el lecho, los discos, en un silencio amable y perfecto para nadie porque él está sentado muy lejos, rodeado de luces amarillentas y gorgoteos de fregadero, oliendo el aserrín húmedo del suelo, intentando alejar con una sonrisa entre amarga y divertida el doble absurdo que le llueve desde ese no estar y tantas horas hinchadas de aire, asombrándose un poco de ese gato mojado y ceniciento que se le acerca por entre las mesas como si fuera la mismísima Ironía materializada y peluda que viene hasta su mano como para proponerle una nueva tregua, se queda muy quieto y entrecierra los ojos en un guiño cómplice y lejano al sentir esos dedos que le rascan el cuello y la frente, porque es ahí donde a ellos les gusta que se les rasque cuando se bajan de sus tejados y vagan por suelos extraños sin saber demasiado bien por qué.