Recostado a un farol. Como otro farol: apagado, discorde, lejano, cerciorándose a lentas bocanadas azules de que ya no está en la oficina, de que ya no está en esa mesa llena de papeles absurdos manteniendo su neutro e inagotable monólogo con la pantalla del ordenador. Porque al fin, una vez más, ha logrado atravesar a ciegos empujones ese túnel oscuro y pegajoso de ocho horas de trabajo, ocho horas zozobrando resignado y sumiso en un agitado vaivén agotador de tareas grises, con la voluntad doblegada y las manos que se crispan en la plomiza rutina del tiempo que se estanca.
Y ahora está ahí, lo ha dejado un autobús ahí, ha terminado su naufragio cotidiano en esa playa cuadriculada y gris, en esa acera amplia y bulliciosa de la avenida Italia, de la avenida de siempre en otro atardecer de otro día. Y aún se queda así un rato, recostado levemente al farol, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos del vaquero y sintiendo cómo cruje en uno de ellos la bolsita de plástico con aroma rancio a bocadillo de nueve y media, cómo se arruga y se dilata cuando sus dedos la rozan como si buscara un pedazo de sueño, un jirón olvidado de historia que contarse para ignorar esa enemistad de a veces que sospecha agazapada en el aire recién abierto de la tarde.
Luego, como imitando ese sacudirse canino y sabio, tensa un tanto el cuerpo, relaja el cuello y se deja andar despacio hacia el aparcamiento, bordeando como de lejos el oleaje intermitente de los coches por entre la bruma caliente del asfalto, viendo crecer a su lado esa certeza que le augura una cerveza demasiado amarga en los bares, el convencimiento de que hoy no vale la pena amarrar esa pequeña parcela de libertad recobrada en la taquilla de un cine cualquiera, que inútil entrar a esa cabina porque sentirá como si no fuera Rosa la que se pone al otro lado del auricular y las monedas caerán en un silencio espinoso y terco obligando la disculpa vaga, mejor nos vemos otro día; y para qué otro crepúsculo en la ría si no habrá paz adormecedora en las barandillas del puente, ni gaviotas (también ellas tuvieron que vender su blanca indolencia en los atardeceres para rebuscar despojos en los basurales), ni luces que sobornen ese horizonte abierto de colmillos babeantes; para qué jugar a forjar maquetas imposibles si ya la tarde le está clavando los codos en el costado y se le adelanta apresurada, inalcanzable, perdiéndose en los ojos de cada mujer que pasa a su lado, en cada posibilidad que se le muere amarilla de hastío, en cada paso que lo aleja de las callejuelas que llevan a esos rincones conocidos donde casi siempre es tan fácil favorecer encuentros y horas agradables al amparo de la noche.
Después portazo, cristal a media altura, motor en marcha y breve afluente blanco sumándose al rugiente caudal metálico de la calzada. Sentir que todo eso que le entorna el alma empieza a ser un agua sucia girando y desapareciendo por el desagüe a medida que pisa el acelerador, agradecer la verde complicidad de los semáforos, no parar hasta llegar a casa y subir las escaleras como si emergiera a liberadoras superficies anhelando bocanadas de aire fresco. Cerrar la puerta tras de sí y abandonarse al abrigo de un blues y un libro donde olvidar poco a poco esa ciudad que queda atrás gimiendo y debatiéndose como una inmensa bestia moribunda con las entrañas plagadas de hormigas rojas, de hormigas negras, de hormigas...