Cuaderno en un neceser

Me llamo Sacramento. Tengo 95 años. Mi hijo me ha traído este cuaderno que le pedí y voy a ir poniendo en él las cosas que no quiero olvidar. Será como un diario pero sin fechas porque la verdad es que nunca sé en el día en que estamos y tampoco es muy importante que digamos. Me cuesta mucho escribir porque tengo los dedos agarrotados por la artritis y no veo muy bien, pero bueno, puedo ir haciéndolo despacito. Tengo mucho tiempo y nada que hacer, así que voy a ir escribiendo cosas que pueda leer más tarde, cuando vaya perdiendo más la memoria, para que me ayuden a recordar. Tengo mucho miedo de despertarme un día y no saber quién soy ni dónde estoy, como muchos de los viejos que están aquí conmigo. La memoria me falla cada día más y ya no recuerdo las fechas de cumpleaños de mis hijos, ni los nombres de mis nietos, ni siquiera la cara de mi marido que en paz descanse; en cambio sí que recuerdo la risa de mi madre en la cocina de casa cuando hacíamos bizcocho algún domingo y aquel costurero de mimbre que me regaló cuando hice la primera comunión. Qué cosas, me recuerdo ahora más de niña que de mayor, las cosas de la edad. Debo estar un poco chocha, como todos por aquí, aunque todas las personas que me tratan dicen que tengo la cabeza muy despierta para mi edad.


Estoy internada desde hace veinte años en esta residencia de ancianos. Antes estaba en otra planta que parecía un hotel, en una habitación con un baño y una salita pequeña donde tenía mis cuadros y mis cosas. La salita daba a una terraza pequeñita desde donde se podía ver un parque lleno de olivos. Hasta tenía un frigorífico pequeño y un televisor. Entonces íbamos al comedor en grupos y después de comer nos sentábamos en el salón a ver la tele o a charlar, hacíamos bordados en los talleres y paseábamos por el jardín tomando el sol. No se estaba mal del todo. Ahora en cambio es distinto, ahora estoy en la planta de los que ya no pueden valerse por sí mismos. Todos los que están aquí están enfermos, o locos, o demasiado viejos. Algunos están simplemente muriéndose en sus camas. Yo estoy en una silla de ruedas pero me encuentro bien. Ya no tengo fuerzas en los brazos y apenas puedo mover las ruedas pero soy paciente y siempre hay alguien que aparece tarde o temprano y me lleva a donde tenga que ir. De todas formas, tampoco puedo ir a muchos sitios. Además tengo puesta una sonda para la orina, así que puedo estar durante horas en el mismo lugar sin tener que molestar a nadie.


Tengo dos hijos, un hijo y una hija. Tuve dos hijos más pero se me murieron cuando eran pequeñitos, hace mucho tiempo. El varón se llama Juan y viene a verme de vez en cuando. Es bueno y cariñoso. Y yo sé que vendría más a menudo si no fuera por su mujer. Ella no es buena, siempre lo supe, y no paró hasta que consiguió que me trajeran aquí, pero también se hará vieja y seguramente la meterán también en un asilo como éste. Mi hija no viene nunca y su hijo tampoco, y eso que lo crié como si fuera mío mientras ella vivía su vida pendoneando por ahí. Es como su madre, un descastado. Pero ya no me importa, me conformo de buen grado con que mi Juan venga de vez en cuando a tomar un chocolate conmigo. Es curioso pero las penas, cuando se llevan demasiado tiempo, terminan por no doler. Yo ya no siento pena por nada ni por nadie, tan solo cansancio, un enorme cansancio, como si se hubiera apagado todo aquí adentro. Es triste tener que llegar a ser tan viejos, sería mejor morirse tranquilamente cuando todavía somos personas, antes de convertirnos en los desechos que ahora somos. En fin, qué le vamos a hacer, una no manda sobre estas cosas.


Escribo solo un ratito cada día, por la tarde, cuando la planta está más tranquila, para que no me vean. Eso si consigo que me dejen en el pasillo después de almorzar en lugar de llevarme a la sala de estar con los demás. Pero ya saben de mis costumbres solitarias y casi siempre me traen aquí. Luego meto el cuaderno en mi neceser, debajo de los pañuelos, y hasta el otro día. Por la mañana hay mucho ajetreo en la planta, viene el médico a visitar y el gallinero se alborota. Todas las enfermeras tienen mucho que hacer y no paran de ir de un lado a otro. En cambio por la tarde, después de comer, todo está mucho más tranquilo, ya no hay médico ni gobernanta y ellas se meten en su sala de estar a tomar café con pastas y ver la tele. Tiene que pasar algo muy gordo para que salgan de ahí antes de que se acerque la hora de merendar. Así que éste es el tiempo que tengo para escribir. Si lo hiciera a otra hora terminarían viéndome, sentirían curiosidad y me lo quitarían para leerlo o para tirarlo. Y no me gustaría que hicieran eso, no me gusta que me traten como si fuera una niña pequeña o una vieja loca. El neceser también me lo abren a veces pero cuando ven los pañuelos usados vuelven a cerrarlo, así que es el único sitio donde puedo tener algo de intimidad. Qué gracia.


Aquí trabaja mucha gente y es necesario saber quién es cada cual. Las señoritas de blanco son enfermeras. Algunas son agradables y simpáticas, otras son más estiradillas de la cuenta pero todas hacen bien su trabajo y son en general educadas y cariñosas, sobre todo las más jóvenes. El problema es que están siempre cambiando con eso de los turnos y casi no nos da tiempo a conocerlas. Las otras, esas del ribetito verde en la solapa, son auxiliares o limpiadoras, o ambas cosas, no lo sé muy bien. Con éstas sí hay que tener más cuidado porque hay algunas que son muy burras y te gritan cuando derramas algo o cuando te limpian la habitación y encuentran alguna suciedad. Se ve que no les gusta su trabajo y no nos tienen en consideración, no sé cómo meten gente así a lidiar con los viejos. Luego está el señor calvo que corta las uñas de los pies y la peluquera, pero éstos están en la planta baja y no hay que preocuparse mucho de ellos, ya nos llevan allí cuando hace falta. Ah, se me olvidaba, también hay un vigilante, un muchachote muy alto de uniforme que viene algunas veces y recorre el pasillo mirándolo todo como si buscara a algún ladrón. Es muy atento, siempre me sonríe al pasar y me dice algo que no entiendo.


Hace casi una semana que no escribo nada. El último día debí quedarme dormida cuando estaba escribiendo y me sorprendió una de las enfermeras con el cuaderno en el regazo. Le dije que estaba haciendo un dibujo de punto de cruz para entretenerme. Ella quiso verlo pero le dije que aun no estaba terminado, que ya se lo enseñaría, así que he estado haciéndolo en estos días por si vuelve a preguntar. Tengo que tener más cuidado. He dibujado una flor, una especie de trébol, haciendo pequeñas cruces en la última hoja del cuaderno pero creo que no me ha salido muy bien. Antes lo hacía mucho mejor, en fin, para lo que va a servir tampoco hace falta que sea una obra de arte, basta con que se quede tranquila la enfermera y me deje en paz. A lo mejor ya no se acuerda del asunto y ni siquiera me pregunta. Por cierto, tengo que acordarme de pedirle a mi hijo cuando venga que me traiga una cuerdecita para atar el bolígrafo al cuaderno, el otro día se me cayó al suelo y tuve que esperar un buen rato hasta que pasó un señor y me lo recogió. Era el hijo de Carmen, mi compañera de habitación, y es muy amable. Siempre me saluda y me da un beso cuando viene a ver a su madre.


El pobre Fermín, mi vecino, se ha muerto anoche. Era un viejecito muy tranquilo, muy bueno. Parecía un niño de lo delgado y encogido que estaba. Siempre andaba metido en su habitación, triste y callado, pensando en sus cosas, sollozando a veces, tan solo, con su vieja gorra de paño entre las manos y la mirada clavada en la ventana o en el suelo. Muchas veces lo he visto así desde el pasillo y me hubiera gustado entrar y consolarlo o hacerle un poco de compañía. Nunca tenía visitas y últimamente ya ni siquiera iba al comedor, debía tener algo malo rondándole y por eso las enfermeras le traían la comida a la habitación y estaban más atentas con él. Ayer tarde vinieron unos médicos con muchos aparatos y maletas, con esos trajes tan chillones, y estuvieron mucho rato con él en su habitación. Después, casi de noche, llegaron sus hijos armando mucho escándalo con sus llantos y hablando por esos teléfonos tan pequeños que tienen ahora. Yo nunca los había visto antes por aquí. A lo mejor es que viven muy lejos y por eso no lo visitaban a Fermín, pero yo creo que no, no sé por qué pero me da que éstos también son unos descastados, como mi hija, y que han matado a su padre de soledad y abandono. Esta noche, cuando me acuesten, rezaré un poco por su alma.


Hoy han llegado dos nuevos a la planta. Es un matrimonio muy mayor también y parecen portugueses, al menos ella. O a lo mejor es por la dentadura postiza que no la entiendo. Eso pasa al principio cuando te la pones. La mujer camina con un andador pero se la ve fuerte todavía. El está peor, se le ve despistado y camina con mucho trabajo, renqueando como si fuera a caerse de un momento a otro. Deben ser gente humilde, trabajadores del campo o algo así, porque tienen la piel muy curtida y lo miran todo con asombro, como si la residencia fuera uno de esos hoteles caros de la costa. Visten muy mal los pobres, como si la ropa que llevan no fuera suya, pero sonríen y saludan a todo el mundo con ganas de agradar. Los pobres todavía no se ha dado cuenta de que la mayoría de los residentes de esta planta no habla ni responde al saludo, unos porque no ven, otros porque no oyen y otros porque están resentidos y no quieren trato con nadie, no quieren estar aquí. Le pasa a todo el mundo, hay que darles tiempo, dejarlos tranquilos hasta que poco a poco se vayan resignando y busquen el calor de los demás, no les queda otra. Pero estos portugueses no son así, ellos parecen encantados de estar aquí y no se cansan de sonreírle a todo el mundo. Dios los bendiga.


Esta tarde ha venido mi hijo. Me ha traído la foto que le pedí. Es una foto suya, de carné, y la he metido también en el neceser junto al cuaderno, en un bolsillito que tiene dentro y que se cierra con una cremallera. A él no le he dicho nada pero es para poder verla si algún día pierdo la memoria. Así podré reconocerlo cuando venga a visitarme y no le daré el disgusto de no saber quién es. Como siempre hace cuando viene, me llevó a la cafetería que hay en la planta baja y tomamos un chocolate calentito. Estaba muy bueno. Es lo que tomo cuando él viene. Solo le pregunto por los niños, nunca por su mujer. Creo que son dos niños y una niña los que tiene pero no estoy muy segura. De todas formas hablamos muy poco, yo nunca sé qué decirle y creo que a él debe pasarle algo parecido. El tiene su vida y sus cosas y yo ya estoy fuera del mundo, así que nos hemos acostumbrado a estar juntos sin hablar. A veces toma mi mano entre las suyas y siento todo su cariño y también toda su tristeza, como cuando era pequeño y venía de la calle a consolarse en mi regazo. Se llama Juan.


Algo importante que tendré que recordar es el horario. Te levantan a las ocho, te cambian el pañal, te lavan un poco, te visten y te llevan a desayunar mientras las limpiadoras ventilan las habitaciones y limpian los baños y el suelo. Hay mucho ajetreo a esa hora y todos parecen tener mucha prisa. Después te llevan a la sala de estar hasta la hora de comer o te visita el médico o te llevan a peluquería, según toque. Yo siempre intento que me dejen sola aquí, en el pasillo, frente a los ventanales que dan al parque, pero no siempre lo consigo y hay días que tengo que quedarme en la sala con todos los viejos refunfuñando y ese televisor que nos pone la cabeza más loca todavía. El almuerzo es a la una y media, después te llevan de nuevo a la sala de estar a echar una cabezadita. La merienda es a las cinco y la cena a las ocho. A las nueve te ponen un pañal limpio, te asean un poco y te meten en la cama. Para mi gusto nos levantan y nos acuestan demasiado temprano y con demasiadas prisas, pero bueno, parece que tiene que ser así por los turnos de trabajo y todas esas cosas. Ellas sabrán.


Hoy la tarde está nublada y triste. Hace poco ha llovido mucho y aún se ven las gotas de agua resbalando en los cristales de las ventanas. No me gusta la lluvia. Me pone triste porque recuerdo las noches de agua en la vieja casa en la que vivía de niña y el ruido que hacían las goteras al caer sobre los cacharros que iba poniendo mi madre por todas partes. A veces dormíamos con unos plásticos cubriendo la cama para no mojarnos. Cuando veíamos algún bulto en el techo llamábamos a mi padre y él le clavaba un punzón para que pudiera salir el agua por el agujero y no hiciera más daño. Una de esas noches, mientras dormíamos, el agua se fue embolsando más y más hasta que se nos vino encima un gran trozo del falso techo y nos pusimos perdidos de agua y de yeso. Nadie se hizo daño pero lo peor fue el susto, no recuerdo uno más grande en toda mi vida. Desde entonces, cada vez que llueve, miro siempre al techo con temor buscando bultos o manchas de humedad. No lo puedo evitar.


Hoy me he dado cuenta de que tengo muy pocas cosas. Solo este pequeño neceser, mi pañuelo, la botella de agua y nada más. Ah, y un pequeño reloj que tengo en la mesita de noche, aunque no estoy muy segura de que sea mío. Todo lo demás que hay en mi habitación es del centro, incluso esta silla de ruedas y la cama y todo eso. Y la verdad es que ya no echo de menos nada ni quiero tener ninguna otra cosa. Pero es curioso cómo nos van despojando de nuestros chismes poco a poco. Cuando me ingresaron aquí perdí mi casa, mis muebles, mis cacharros, mis juegos de té, todas esas cosas por las que nos afanamos tanto a lo largo de nuestra vida. Solo me trajeron la ropa, algunos cuadritos, una caja de fotos, un florero y poco más. Y una televisión pequeñita que nunca encendía. Después, cuando me trajeron a esta planta, todas esas cosas se las llevaron también. En fin, qué le vamos a hacer. Solo hay una cosa que sí me gustaría tener si pudiera, mi costurero de mimbre, pero no sé qué habrá sido de él. Solo espero que no lo tenga mi hija ni la bruja de mi nuera.


Ayer tarde vinieron a por nosotros y nos llevaron a los jardines de la residencia. Por lo visto son las fiestas del barrio donde está la residencia, así que nos han montado una caseta muy grande con luces de colores y guirnaldas, y con mesas y todo. Yo no quería ir, ninguno de los de aquí quería ir, pero nos llevaron igual. Había platos de queso y embutidos y patatas fritas. Yo tomé una croqueta y un vasito de Fanta. También pedí chocolate caliente pero no tenían y me trajeron un descafeinado. El descafeinado no me gusta, sabe a porquería, es peor que lo que nos dan por la mañana, así que lo dejé sobre la mesa. Da lástima todo lo que se tira en esas fiestas. Después pusieron una música como de pasodoble y cantó un hombre mayor muy alto, vestido de mujer. Parecía un mariquita de esos. Las enfermeras se rieron mucho pero yo no entendía nada. Después ya casi todos teníamos frío y sueño, así que nos fueron subiendo poco a poco a la planta. Las pobres, yo sé que todo eso lo hacen por nosotros, por animarnos un poco, pero no se dan cuenta de que estas cosas ya no nos gustan, y que en vez de alegrarnos nos incomodan. Los de esta planta ya no estamos para fiestas. Ya no estamos para nada.


No sé que escribir hoy. A veces me pasa que me quedo como apagada y no quiero nada ni necesito nada. De buena gana cerraría los ojos ahora y me moriría tranquilamente si pudiera, sin dolor, sin tristeza, en paz. Pero la muerte no viene cuando una la llama y por eso no sirve de nada desearla. Me gustaría ser como ese árbol de fuera, ese tan alto que se llena de gorriones al atardecer. No sé qué especie es pero me gustaría estar siempre ahí como él, tan fuerte, tan silencioso, tan lejos del dolor y de la muerte. Algunas veces tengo la sensación de que me está mirando, de que está ahí quieto como yo, tan lejos del mundo como yo. No se mueve, no reacciona, se deja mecer por el viento, soporta la algarabía de los pájaros cada tarde, aguanta la lluvia y el sol y el frío de la noche. A veces siento que me dice alguna cosa y casi me parece ver la cara de mi madre entre sus ramas, llamándome. Me gustaría convertirme en árbol y permanecer ahí viendo pasar la vida sin dolor, como él, sin necesidad de comer o de que me laven cada día, simplemente viendo pasar las nubes y la gente.


Hace varios días que no como nada. Estoy mala. No puedo obrar. Siempre he sido estreñida pero ahora es mucho peor, como si el cuerpo se me hubiera cerrado ahí abajo y ya no fuera a obrar nunca más. Me han recomendado que beba agua pero apenas puedo tragarla. La enfermera dice que estoy muy débil, que ya no puedo mantenerme sentada en la silla de ruedas, así que estoy en mi cama todo el tiempo. Les he pedido mi neceser y también que me suban la cabecera para poder escribir pero creo que al final este cuaderno no va a servir para nada porque voy a morirme sin perder del todo la memoria. Es mejor así. Ya no tengo miedo. No escucho a nadie por el pasillo pero todavía es de día. Debe ser por la tarde. Tengo mucho sueño.


No sé qué día es hoy. Acabo de despertar y he visto el cuaderno junto a mi almohada. Siento la garganta agarrotada y no puedo hablar. Tengo una especie de tubo puesto en la nariz. Estoy muy cansada. Hace mucho calor pero tengo frío. Me arde la frente. Necesito descansar. Me llamo Sacramento, mi hijo se llama Juan…

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