Jaque mate

Está amaneciendo. Hay una luz cenicienta sobre el horizonte que parece querer luchar todavía contra esa mezcla de humo y niebla que se levanta desde todas partes. Una bandada de gaviotas atraviesa el cielo, muy alto, cambiando constantemente de rumbo, como si no supieran a qué parte de la ciudad volar para atiborrarse de despojos. Como estos últimos días, hoy tampoco habrá sol, únicamente se verá su blanca silueta recortarse débilmente por detrás de la densa neblina que parece difuminar el horizonte, pero es mejor así, no soportaría un día perfecto en estas circunstancias. Acerco la frente al cristal de la ventana y siento su agradable frescura con alivio. Me siento muy débil pero el dolor de cabeza, al menos, está remitiendo.

En el suelo de la terraza hay una de esas bolitas peludas, como de algodón, que el aire trae flotando a veces. Antes de que el viento la levante de nuevo, la tomo un instante y la observo detenidamente sobre la palma de la mano. Es una semilla de cardo, una pequeña cápsula negruzca donde el germen dormido espera la humedad y el suelo propicios para generar una nueva planta. Pero la cápsula va unida a una especie de estructura radial, finísima, como el esqueleto de un diminuto paraguas, tan leve que puede aprovechar la brisa más suave para elevarse y dejarse llevar a tierras lejanas transportando su delicada carga. Es asombroso que una pequeña planta de apenas un palmo sea capaz de fabricar un artilugio con el que hacer volar sus semillas. Siempre me llamaron la atención estas curiosidades. Por eso sé que esto no es ninguna rareza. Hay multitud de plantas que fabrican ingenios parecidos, como las acacias y los pinos, que dotan a sus semillas de una especie de ala que, al caer aquellas del árbol en las condiciones apropiadas, las hace girar como hélices y pueden volar sobre el viento y posarse a una gran distancia del árbol padre. Así que soplo suavemente sobre mi mano y la pequeña burbuja erizada de pelos blancos salta a lomos del aire y asciende, ya libre, en la brisa fría de la mañana. Parece imposible que algo tan delicado, tan inocente, tenga algo que ver con la terrible catástrofe que ha arrasado nuestro mundo.

Hace apenas dos semanas que empezó todo y tengo la sensación de que hayan transcurrido años. Pero no, realmente hace solo ese tiempo que yo tenía una vida normal y un trabajo agradable, y buenos amigos, y calles repletas de gente bulliciosa, y parques por los que salir a pasear en bicicleta y disfrutar del atardecer mirando los grandes árboles de la avenida que va hacia el río. Y junto al río, el alegre barrio de los artesanos y sus ajetreados mercadillos, la quietud adormecida de sus pequeñas plazas blancas. Y ahora todo ese mundo se ha esfumado de golpe como si solo hubiera sido un bonito sueño. Esas placitas que añoro están abandonadas y sucias, y el río lleva ahora cientos de cadáveres hinchados y picoteados por las urracas y los cuervos. Estoy solo en mi pequeño apartamento, esperando el final. La televisión no recibe ya ninguna emisión. El teléfono funciona pero nadie responde al otro lado; no sé qué ha sido de mis padres, ni de mis amigos. Mi trabajo ya no existe, ningún trabajo existe ya. Las calles están desiertas. Por doquier hay coches abandonados y hogueras pestilentes donde, sin apenas llamas, se queman lentamente basuras y animales muertos. Solo los semáforos continúan alternando su monótona secuencia de destellos amarillos como si no pasara nada, como si todavía pudiéramos aspirar a esa felicidad artificial y engañosa que siguen anunciando, cruel e inútilmente, las vallas publicitarias. Parece mentira el poco tiempo que ha bastado para convertir una ciudad en un infierno, para arrasar todas las ciudades, y todos los pueblos, y todos los campos. Parece mentira que toda la ciencia del hombre, toda su tecnología y su orgullosa civilización hayan sucumbido de manera tan contundente y aun no sepamos quién o qué lo la hecho.

A duras penas puedo estar unos minutos en la terraza porque el hedor es insoportable. Huele a muerte y a putrefacción, y ese olor denso y sofocante lo impregna todo, el aire, el agua, la ropa, de manera que la náusea es constante y no se puede escapar de ella. No recuerdo muy bien dónde se inició la tragedia porque al principio solo eran casos lejanos y aislados, sin demasiada importancia. Se hablaba de un pueblo donde se morían los conejos a docenas, en otro enfermaba el ganado, en otro se daba una extraña mortandad de grillos o saltamontes, hasta que en pocos días todos los noticiarios se plagaron de casos de muertes masivas de animales salvajes y de granja, y se produjo un estado de alarma generalizada. Enseguida circularon rumores sobre una agresiva gripe animal pero los expertos decían que ningún virus conocido podía infectar al mismo tiempo a animales tan distintos y en lugares tan distantes y diversos. Las televisiones empezaron a emitir reportajes dantescos de la sabana africana sembrada de miles de cadáveres de ñúes, antílopes, cebras, incluso elefantes y jirafas, haciendo las delicias de sus estupefactos depredadores. Ocurría lo mismo en todas partes, caballos, ovejas, cabras, vacas y bisontes, incluso pequeños animales de granja, eran aniquilados por doquier con una virulencia nunca vista hasta entonces. La gente comenzó a enfermar también de una extraña gastroenteritis y fueron sucediéndose las primeras muertes. La enfermedad cursaba con diarrea, sudor frío, dolor generalizado y vómitos, hasta provocar la muerte tras una especie de sopor o sueño letárgico. En los países pobres o poco desarrollados, la tragedia adquirió proporciones descomunales rápidamente y las personas fallecidas a causa de esta nueva peste se contaban ya por cientos de miles. Pero aquí no tardó en ocurrir lo mismo y nuestra vida, acomodada y segura hasta entonces, se convirtió de pronto en una macabra pesadilla. Fue como esos chaparrones que empiezan con unas gotas aisladas y en unos segundos lo inundan todo de una manera salvaje e imparable, solo que esta vez la torrencialidad no era de agua sino de enfermedad y de muerte.

Las autoridades sanitarias, orientadas inicialmente en la búsqueda de algún nuevo tipo de mutación vírica desconocida hasta entonces, descubrieron rápidamente que la causa de las muertes estaba en una potente toxina presente en los alimentos vegetales que habían consumido los animales y las personas. Por esa razón los efectos de este envenenamiento masivo eran mayores cuanto mayor era el consumo de ciertas especies vegetales. La posibilidad de un ataque terrorista con armas químicas parecía descartada, así que pensaron en algún producto plaguicida que hubiera envenenado las plantaciones pero no tenía sentido. Nadie había fumigado sobre la sabana africana ni sobre las enormes llanuras vírgenes de Australia, pero entonces, ¿qué agente químico podía haber sido dispersado de manera tan eficiente por todo el planeta? En algunos medios se apuntó la posibilidad de una reacción fortuita y generalizada del mundo vegetal ante un estímulo provocado por la contaminación o el uso intensivo de pesticidas, pero esto parecía a todas luces una teoría desesperada. Y mientras tanto, cada nueva prueba, cada nuevo análisis, no hacía más que acrecentar la dimensión terrible de la catástrofe: en todas las muestras vegetales analizadas, relacionadas o no con las víctimas o con sus entornos, se encontraron trazas más o menos intensas de la toxina (curiosamente no había veneno en el néctar ni en el polen de las flores). Además, las partidas más antiguas de frutas y verduras, almacenadas en cámaras, parecían estar también a salvo del temible veneno, por lo que era presumible que el envenenamiento se estaba produciendo seguramente desde hacía pocas semanas y, con toda probabilidad, todos habíamos ingerido ya la toxina. Y los daños en el organismo se constataban irreparables, no había tratamiento posible. Dependiendo de la dosis de veneno, el desenlace fatal podía darse en solo unas horas desde los primeros síntomas o demorarse varios días.

El pánico no se hizo esperar. Todos los gobiernos del mundo intentaron organizar desesperadamente estrategias de protección y defensa. Pero no había tiempo y ningún protocolo de seguridad podía funcionar en semejante escenario. El desastre tomaba proporciones gigantescas y todo ocurría con una rapidez endiablada. La gente se echó a la calle en masa a comprar víveres y medicinas a precios ya desorbitados. El civismo y los buenos modales se perdieron rápidamente a medida que las estanterías se iban quedando vacías. A las pocas horas la gente se peleaba abiertamente por una lata de conservas o por una botella de leche, los controles y las cajas habían desaparecido y se asaltaban hasta los almacenes interiores de los supermercados y las farmacias. Después del desenfreno acaparador vino el miedo, el recelo, la huida descontrolada, los atropellos, una riada humana ciega y sorda corriendo hacia todos lados, accidentes, ambulancias, humo, disparos, explosiones, alarmas, llantos, la cara más amarga del hombre reducido de pronto al vandalismo, a la turba incontrolada, a la dura oscuridad olvidada de la caverna.

Los días que siguieron fueron terribles. Las últimas imágenes de la televisión antes de que se cortaran las emisiones fueron lacerantes y aterradoras: ciudades absolutamente desabastecidas y colapsadas, hospitales desbordados y sin apenas personal sanitario, comercios saqueados y abandonados, cadáveres apilados por todas partes, y un mar de gente embrutecida huyendo sin saber de qué ni hacia dónde, enfermos, aterrados, perdidos, ahogadas sus voces roncas por el claxon inútil de los automóviles y el llanto incesante de los niños. Un éxodo errático y desesperado hacía ninguna parte porque ya llevaban la muerte devorándoles las entrañas. Después, poco a poco, el silencio fue ganando la ciudad como la anestesia que adormece compasivamente a un animal moribundo. El silencio acre, doloroso y definitivo de la muerte.

Ahora ya no hay pánico. No sé cuánta gente sobrevive aún pero parece que somos muy pocos. Ya solo nos queda esta desesperación resignada que nos ahoga en silencio y este miedo aletargado y constante; miedo a esta enorme soledad, miedo a la agonía que se acerca, miedo a no despertar mañana, o a despertar, miedo a que en algún momento enmudezca del todo esa radio que lacónicamente emite cada hora una grabación con el mismo escueto parte de instrucciones ya sin sentido: No salgan de sus casas, organícense y mantengan el orden en sus edificios, no consuman ningún alimento vegetal, hiervan muy bien el agua antes de beberla y manténganse a la escucha en este canal… Ya no hay esperanza posible. Somos las últimas víctimas, todavía con vida, de una pandemia extraña y devastadora que ha acabado con la humanidad. Pero, ¿quién o qué nos ha aniquilado de manera tan rotunda?

Me cuesta creer que una mutación genética fortuita, inducida o no por los pesticidas que hemos utilizado tan irresponsablemente, haya generado esta eficacísima toxina. Ha sido todo demasiado rápido, demasiado preciso, demasiado generalizado y rotundo como para ser un fenómeno fortuito. No tiene ningún sentido que sea así. No quiero parecer trastornado, a pesar de mi situación, pero presiento que hay una inteligencia detrás de todo esto. No un cerebro, no, sino una inteligencia, la misma inteligencia que diseña la semilla del cardo, la misma que calcula con exactitud la inclinación del ala voladora de un fruto para que vuele con el viento, la misma inteligencia que retrasa la brotación de ciertos robles para que mueran de hambre los pulgones que los acechan, la misma inteligencia que hace que todas las acacias de un bosquecillo, cuando una de ellas es mordisqueada por un herbívoro, activen al unísono un compuesto que hace amargar sus hojas; la misma inteligencia, en fin, que logra que una orquídea estimule la conducta sexual de un insecto copiando exactamente las feromonas y el aspecto de su hembra: el engaño es tan perfecto que el insecto copula con la flor embadurnándose sin saberlo de su polen. Hay cientos de conductas parecidas que lo avalan, no hay duda. Hay una inteligencia profunda, genética, primigenia, debajo de todo ese mundo silencioso y paciente de las plantas, ahora lo sé. No comprendo dónde reside ni cómo calibra sus diseños y estrategias, pero sé que está ahí, diluida en ese flujo generoso de las savias y los néctares, debajo de la alquimia asombrosa de las hojas, detrás del colorido mercado de las flores. Una inteligencia lenta y paciente que, de algún modo que no podemos entender, desde la oscura e infinita encrucijada simbiótica de las raíces y los hongos, ha encontrado la forma de comunicarse y urdir el diabólico plan de exterminarnos. Y su primer movimiento ha sido certero, incontestable y definitivo.

Casi todos los animales de la Tierra habrán muerto ya. Aún sobrevivirán un poco más los carroñeros y las moscas, pero también morirán cuando se acabe la carroña. Y nosotros, los que todavía quedamos, también. Es cuestión de tiempo. Unos días más y solo quedarán las abejas y los otros insectos polinizadores. Es la única vida animal que necesitan todavía, si es que no han encontrado también la forma de sustituirlos. Hemos cruzado el umbral definitivamente. Hemos sometido demasiado a la naturaleza, durante milenios la hemos sojuzgado talando, quemando, consumiendo de manera salvaje, envenenando la tierra, el agua y el aire. No hemos sabido encontrar el equilibrio necesario y esa misma naturaleza maltratada nos ha eliminado.

Siento que el sueño empieza a vencerme pero estoy sereno. Miro todavía a través de la ventana la ciudad enmudecida y siento un estremecimiento profundo y resignado. Toda esa arquitectura enredada y superpuesta donde el cristal, el acero y el hormigón se mezclan en una geometría descarada de arrogantes diseños que tientan el equilibrio y la razón, toda esa desmesura poliédrica de los grandes edificios y construcciones se ve ahora triste, dolorosamente triste, más innecesaria que nunca, fútil, pomposamente inútil, como la osamenta desnuda y blanquecina de una enorme bestia.

Ha empezado a llover. Es una lluvia mansa y persistente, sin viento, sin tormenta. Por detrás del ruido del agua puedo escuchar un rumor lento y sosegado que crece imperceptiblemente: es la selva que avanza despacio, centímetro a centímetro, sin pausa, hacia los campos y las ciudades. Tardará muchos años en llegar aquí, probablemente siglos, pero llegará finalmente desde todas partes y recuperará cada palmo de tierra perdido, y lo cubrirá todo, y ahogará con su verde y lujurioso esplendor las últimas ruinas del hombre.

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