Vencejos

Siempre ocurre al atardecer. El sol comienza a hundirse en el horizonte y lo inflama poco a poco de tonalidades rojizas que van cambiando imperceptiblemente a malvas y pálidos azules que preparan la entrada sigilosa y envolvente de la noche. Pero aún hay luz suficiente y los vencejos aprovechan cada segundo del crepúsculo para hacer lo que más les gusta: volar. Y Lucas a esa hora hace también lo que más le gusta: ver volar a los vencejos sobre el cielo de poniente desde su terraza en lo más alto del edificio.

Se diría que vuelan sin apenas esfuerzo, como diminutos delfines negros surcando el agua rosada de la tarde. Sus cuerpos están perfectamente adaptados al vuelo rápido y las pequeñas alas, estrechas y puntiagudas, solo necesitan un leve batir huidizo, casi desganado, para lanzarse vertiginosamente a través del aire, perfilándolo, cabalgando las ráfagas de viento con innata pericia, haciendo casi visible el sinuoso oleaje transparente de la brisa. Les gusta volar solos o en pareja, casi nunca más de tres, describiendo complicadas acrobacias o rapidísimas persecuciones ala con ala en una sincronía asombrosa y perfecta. De vez en cuando emiten una llamada aguda, como niños que gritaran de vértigo y placer en una invisible y lejana montaña rusa.

El sol ha terminado de hundirse tras el horizonte y ahora, sobre poniente, queda una amplia franja de luz límpida, celeste y blanda, que se diluye muy lentamente. Todavía no se pueden ver las estrellas pero con un poco de suerte será posible ver algún planeta (esos otros nómadas cósmicos) emergiendo del cielo ya descolorido. Incluso la Luna tiene en esta hora una visión magnífica, mucho más tenue y contrastada, sin ese fulgor nacarado y excesivo que le prestará más tarde la oscuridad de la noche.

Los vencejos se dejan arrastrar ahora por las corrientes térmicas, inmensas espirales de aire que suben hacia el cielo desde la tierra recalentada, y siguen planeando en ya sosegados círculos mientras ascienden sin esfuerzo hacia espacios mucho más altos donde pasarán la noche en un ligero duermevela, volando apenas y soñando apenas, como veleros diminutos meciéndose en la brisa fresca que sopla desde la cercana ría.

Abajo, mucho más abajo, no hay aire limpio ni térmicas ni astros, no hay pájaros ni horizontes, solo esas grandes vías asfaltadas que lamen incansablemente los coches como caracoles vertiginosos en donde los hombres creen ir cada vez más rápido hacia ninguna parte.