Primera planta

Parecen niños deambulando en una guardería de barrio suburbano. Pero ya no son niños, hace mucho que dejaron de serlo. Ahora son solo pobres viejos destartalados, desorientados, arrugados y torpes, versiones caducadas y marchitas de otras vidas que ya no se sostienen ni en el recuerdo. Ya no sirven para nada, ni para cuidar de sí mismos. Sobrepasaron sin quererlo su propio tiempo y pasaron, también sin quererlo, a esa temida primera planta de la Residencia de ancianos, la triste antesala del final inevitable, el aséptico moridero mayoritariamente considerado como la mejor opción para unos viejos que ya no pueden andar, que ya no controlan sus esfínteres, que derraman la sopa, que olvidan, que parecen no sentir vergüenza cuando les cambian el grotesco pañal, viejos en fin que agradecen, como perros apaleados, el más mínimo gesto amable y esperan con resignación esa visita que pocas veces llega, el hijo, el nieto, la sobrina, alguien con quien remendar un poco esa terrible soledad que los rodea y el miedo velado a una muerte que acecha, casi benefactora, detrás de cada anochecer.

Una vida ingrata los ha dejado en esta última estación pero ya desposeídos y sin equipaje, apenas un pequeño neceser, la ropa indispensable, alguna fotografía, el viejo reloj de pulsera, quizás un papelito doblado con un teléfono y un nombre que ocupa toda su maltrecha esperanza. ¡Qué poco queda de toda una vida! Menos mal que en la mayoría de los casos la misma naturaleza, compasiva por una vez, ha ido mermando también sus sentidos y sus facultades mentales, de manera que la mayoría de ellos apenas son ya conscientes de su propio destierro y de ese constante atentado a su dignidad cuando los asean, los visten, los peinan y los sientan en la sala de estar como juguetes rotos en un escaparate cerrado.

De vez en cuando alguno, en una ráfaga de momentánea lucidez, se enoja un poco y maldice su destino y se impacienta y llora y se pregunta en voz alta por qué dios no lo recoge todavía.

Y así pasan los días, asomados a una gran pantalla de televisión donde se les presenta un mundo bullicioso y coloreado que ya no entienden, o mirándose unos a otros con recelo, temerosos, desconfiados, desarraigados, obligados a compartir una rutina perfectamente cuadriculada y limpia pero absolutamente vacía y sin sentido.

Hasta que al fin dan las ocho y todos, unos a rastras, otros empujando sus andadores y otros llevados en sus sillas de ruedas, como si fueran los restos de una tropa diezmada y renqueante que ha perdido su última batalla, se encaminan hacia el comedor sin demasiado entusiasmo.


Bárbara.
Tiene 84 años, dos dientes y un desparpajo admirable para su edad. Está tan encorvada que cuando camina lleva el puño del bastón a la altura de la oreja. Es de Ronda pero alguna oscura maquinación de su familia la ha traído hasta Huelva. Y ésta es su gran pena. Siempre me pregunta cuánto vale un taxi a Ronda, siempre sueña que va a volver en ese taxi y va a poner las cosas en su sitio en no sé qué historias pueblerinas. Se queja de que no le dan el resto de su paga y no entiende, pobre mía, que alguien ha decidido ya sobre sus capacidades y que un trabajador social le administra su mísera pensión de viudedad y paga sus pocos gastos. Está casi ciega y casi sorda, pero conserva todavía una pizca de alegría y siempre consigue camelarme para que llame por teléfono a su gente, ¿esa radio que usted tiene llega hasta Ronda? me dice refiriéndose a mi móvil. También me pide que le lleve ajos (asegura que si los come en ayunas volverá a recuperar la vista y el oído). Se queja constantemente de que no le echan las gotas ni le dan jarabe para su resfriado, y las enfermeras me dicen que sí lo hacen pero que ella lo olvida, no sé muy bien a quién creer. Me cuenta unas historias increíbles y odia que la laven tanto y que le cambien el vestido cada día, pero aún así su armario huele como un aseo público de feria. Como ya no puede depilarse la barbilla debido a su poca visión, me ha encargado una maquinilla de afeitar desechable (y ya qué más da, se dirá para sus adentros). Alguna vez, al levantarse del sillón, se le escapa una apagada pedorreta que ella ni siquiera nota.

Florencio.
Tiene 85 años. Es un tipo enjuto y seco, serrano y campero, pueblerino y amargado. No tiene dientes y come a base de sopas y papillas. No sé cuánto tiempo lleva en la Residencia pero se le nota la larga soledad mantenida. Nada más conocerlo cayó enfermo y lo ingresaron en la primera planta. Fui a visitarlo con un pequeño obsequio y se le cayeron las lágrimas, me contó no sé qué de una familia que no quiere saber de él. Al parecer tiene hijos que gustan demasiado del alcohol y casi nunca recibe visitas. Es diabético y cree que solo él puede controlar su enfermedad, así que está en constante pié de guerra con las enfermeras. Es capaz de enfadarse y de ser insoportable en grado sumo, solo hay que fumar en su presencia, hacerlo esperar o incomodarlo de alguna otra manera. No he visto a nadie ponerse el cinturón del pantalón tan alto, casi debajo del pecho. El audífono que lleva emite constantemente, sobre todo cuando habla, un zumbido agudo y molesto que él parece no escuchar. Últimamente le han puesto la dentadura postiza y ya no hay quien le entienda una palabra. Pobre.

Sacramento.
Tiene 90 años y está en la Residencia desde hace veinte. Navega a la deriva y sin prisas por la planta en su silla de ruedas esperando siempre que alguien la empuje en sus desplazamientos. Lleva sobre el regazo una botella de agua, un paquete de vasos de plástico, varios paquetes de pañuelos, un monedero de los años sesenta y un generoso pañuelo cubriéndole las rodillas. No necesita nada más. Ha tenido no sé cuántos hijos y parece la más lúcida del patio con diferencia. Le agrada que yo la lleve al comedor con delicadeza mientras mi madre se va levantando y toma el andador a la hora de cenar. Si alguna vez las llevo a pasear a la planta baja no duda en recordarme que allí hay una máquina con un chocolate riquísimo.
Es la que me avisa cuando muere alguno de los internos. Ya ha caído otro, me dice sin inmutarse lo más mínimo. Jamás la he visto sonreír.
No sé por qué pero cuando está estreñida se pone unas gafas negras que le dan un aire motero e irreverente, como si en cualquier momento fuera a darse la vuelta y salir disparada con su silla a todo gas.

Carmen.
Tiene 91 años y lleva solo unos meses en la Residencia. Es mi madre. Nada le gusta tanto como cogerse del brazo de alguien cuando tiene que caminar. Se siente perdida en el ascensor y siempre, al entrar y al salir, levanta mucho el pié como si hubiera en el piso un obstáculo que solo ella es capaz de ver. Todos los días me presenta a las mismas enfermeras. Le sonríe a todo el mundo desesperadamente buscando que la quieran y que hablen bien de ella. Ahora camina con un andador y lo hace con una lentitud exasperante. No sé cómo lo consigue pero a medida que camina va torciendo el andador hacia la izquierda, de manera que si el pasillo fuera un poco más ancho daría vueltas eternamente y nunca llegaría al comedor. Ha olvidado de golpe todas las fechas de cumpleaños, incluso la de su nieto. A veces, y esto me ocurre cada vez con más frecuencia, la miro a los ojos y no la encuentro, no la reconozco, como si lo poco que queda de ella se hubiera dormido detrás de sus ojos nublados por las cataratas. A pesar de todo, siempre se le ilumina la cara cuando me ve llegar por el fondo del pasillo al caer la tarde.

Jesús.
Tiene 95 años y casi no puede andar pero el ordenador, como él dice, le funciona perfectamente. Ha sido el último en llegar y ha ingresado directamente en esta planta debido a su deplorable estado físico. Trabajaba en Madrid de ordenanza y es tranquilo, educado y amable, da gusto hablar con él. Su centrada lucidez hace que sea muy consciente tanto del lugar en el que se encuentra como del estado y condición de sus vecinos de planta, así que su adaptación está siendo bastante difícil y se muestra cada día más triste y deprimido. Para colmo le ha tocado un compañero de habitación pendenciero, ruidoso y un poco enajenado que no hace más que fastidiarle.
La mayoría de las noches no va a cenar y se queda a llorar acostado en su cama. Alguna vez me quedo a ver si puedo darle ánimos pero es imposible. No quiere estar aquí. Quiere volver con su hija.

Antonio.
Es un auténtico lujo para la planta, como esas rarezas animales que le dan el toque exótico a los zoológicos. Al parecer su hermano lo tuvo que traer a la Residencia medio dormido después de administrarle algún sedante. Desde que se despertó no ha parado de maldecirlo cada hora y de desearle la peor de las muertes por haberlo metido aquí y por estar gastándose su paga mientras tanto. Blasfema generosamente cada vez que habla pero de una manera que podría decirse natural, espontánea, no conoce otra forma de expresarse. Y para mayor gloria tiene el hombre un vozarrón potente y habla lentamente, como saboreando cada palabra, así que cuando suelta su “me cago en la virgen del carmen y en su gran puta madre…” parece como si de golpe se hubieran abierto las puertas del infierno y hubiera entrado el mismísimo diablo con toda su corte. Las viejas que tienen algo de oído se santiguan y las que pueden andar huyen despavoridas. Hace unos meses, durante una misa de campaña que dieron en los jardines del centro, soltó una de las suyas en pleno ofertorio y estuvo a punto de matar al cura de un infarto.
No sé si por compasión o por ver si el cáncer de pulmón lo calla de una vez por todas, pero de vez en cuando le dan un cigarrillo que se fuma en el vestíbulo como un poseso.

Manuel.
Debe pasar de los ochenta años y sufre de algún tipo de parálisis que le imposibilita cualquier actividad. Sentado en su silla de ruedas, con las huesudas manos caídas sobre el pecho y la pierna izquierda subiendo y bajando constantemente en un movimiento espasmódico incontrolable, como si intentara cruzarla sobre la pierna derecha sin conseguirlo. La cabeza caída hacia un lado y el rostro impasible. Así siempre.
De vez en cuando, ya esté sentado en la silla o acostado en la cama, entona una cantinela monótona e insistente que se te mete en el alma. Repite exactamente cada dos segundos algo que parece un conjuro secreto o un nombre maldito: Nohinna, Nohinna, Nohinna, Nohinna, Nohinna… A veces, cuando lo escuchaba desde el vestíbulo cercano, pensaba que estaría rezando una extraña letanía o que simplemente estaba loco.
Después de algunos meses me contaron que lo que hace realmente es pedir ayuda en su pobre lenguaje: señorita, señorita, señorita...

Dolores.
Siempre me causa cierta inquietud sentir su implacable mirada cuando paso por delante de la sala de estar donde está sentada cuando llego. Su cara está llena de grandes arrugas y me mira por encima de sus gafotas con las cejas enarcadas y sin pestañear, con el gesto impasible y duro, como si fuera a reprocharme que he aparcado mal o que he venido muy tarde. Pero esa impresión se desvanece del todo cuando echa a andar y se adentra por el pasillo mascullando frases sin sentido, titubeando y sin saber a dónde ir, como una niña pequeña perdida en una estación de ferrocarril, hasta que alguien la toma del brazo y la lleva al comedor o al baño. Algunas tardes, sin saber por qué, se muestra muy alterada y revuelve todas las habitaciones buscando desesperadamente un bolso que al parecer perdió hace cuarenta años. Otras veces se orina encima y dice que alguien ha derramado agua en su silla.

Benigno y Martina.
Son matrimonio. Un infierno de matrimonio. Ella está en una silla de ruedas pero va siempre muy erguida, seria y orgullosa, con el rostro duro y apretado como si intentara mantener a toda costa una dignidad que ya hace aguas por todas partes. Se la ve siempre enfadada y es muy autoritaria con su marido. Benigno en cambio es un hombretón afable y resignado. Siempre tiene algún problema que le amarga el día: necesita un pijama, le han perdido alguna prenda, no tiene vasos de plástico. Tiene las piernas quebradas por la artritis y camina con mucha dificultad dando pequeños saltitos, como un inseguro y enorme bebé que estuviera empezando a caminar. Más que marido, se diría que es el amargado mayordomo de su mujer. No salen de su habitación nada más que para ir al comedor. Alguna vez el hombre se escapa al pasillo un momento y se consuela conmigo porque su mujer le está dando un día de perros, pero no estoy muy seguro de que sea así y no al revés.

Mairena
Es un hombre delgado y enjuto. Es simpático y está muy ágil para sus más de setenta años. Lleva dos hermosos relojes de pulsera en la muñeca pero el tiempo se le escapa a pesar de ellos porque se olvida de mirarlos, y siempre tienen que recordarle cuándo tiene que regresar a la primera planta para cenar y acostarse. Su problema es la desorientación espacio-temporal. Cada tarde le veo acercarse por el pasillo despacio, andando de un lado al otro, con las manos a la espalda y mirándolo todo como si se hubiera perdido y le costara reconocer el lugar. Se para en la puerta de cada habitación, mira dentro, se da la vuelta con gesto preocupado, mira la ventana al otro lado, mira la lámpara del techo, y sigue adelante o se vuelve. Hasta que por fin se topa con una habitación en cuya puerta han puesto un enorme papel que dice Mairena en letras grandes. La cara se le ilumina, respira aliviado y me mira señalando la habitación con la mano: Esta es mi habitación, me dice sonriendo abiertamente. Luego se vuelve y lo mira todo como si quisiera atrapar cada color, cada forma, en su gastada memoria. Pero la pequeña felicidad del reencuentro con su cuarto le dura poco porque ahora tendría que dirigirse al comedor y no sabe hacia qué lado del pasillo queda, así que se pone a deambular otra vez, nuevamente perdido y desalentado, hasta que se cruce con alguien a quien pueda preguntar por ese puñetero comedor que se obstina siempre en no aparecer.

Finalmente, con mayor o menor dificultad, Bárbara, Martina, Benigno, Carmen, Dolores, Sacramento, Antonio, Florencio, Jesús, todos se van sentando a las mesas y hay un primer momento de gran ajetreo en el pequeño comedor: bastones que caen al suelo, arrastrar de sillas, camareras sirviendo, auxiliares repartiendo medicinas y baberos, y ese olor cargado y dulzón a cocina de hospital que lo impregna todo. Mi madre me despide con un beso, Bárbara me dice que no corra con el coche, Jesús me da la mano balbuceando algo, Sacramento esconde un panecillo en el bolso y yo me dejo ir despacio, respirando hondo, con el alma presa de todas sus soledades y miserias.

El pasillo está ahora solitario y silencioso. Las habitaciones están abiertas e iluminadas, y a los pies de cada cama hay un pañal que se me antoja ofensivo aunque sea necesario.
En la última habitación yacen dos viejitas que siempre están ahí. Solo se ven los hombros delgadísimos y las bocas hundidas, desdentadas y entreabiertas en los demacrados rostros, el resto del cuerpo apenas se adivina bajo las sábanas. Solas, como pequeñas velas titubeantes esperando el soplo helado de la muerte.

Al salir del edificio respiro aliviado el aire limpio y fresco de la noche. Subo al coche y pongo la radio muy alta como si pudiera ser así de fácil, como si no supiera ya que esa tristeza se me quedará prendida a pesar de las noticias y del tráfico, a pesar de la cerveza en el bar con los amigos, a pesar de la cena en casa, hasta que por fin se diluya lentamente en el agua negra del sueño.

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