Sin duda fue una de esas tardes de primavera en que de golpe todo es sol agradable y nubes blanquísimas y florecillas por doquier, esas tardes en las que debe sonar una misteriosa campanilla que yo nunca escucho porque cuando vengo a darme cuenta de que la gente se ha largado en masa a los jardines de la Rábida o a los pinares de Aljaraque, ya llevo invertidas algunas horas tomando el sol en cualquier plaza abandonada, pateando calles desiertas, buscando inútilmente ese bar donde tomar una cerveza bien fría.
De noche es agradable pasear por calles solitarias. La oscuridad y el silencio las pueblan de magia, de tibias acechanzas, algún gato y hasta puede que la luna recompensando una mirada escrutadora y asomándose por entre los tejados. En cambio de día, desnudas de sueños y de gentes, adquieren una crudeza de desierto, como el lecho reseco de un río que el agua hubiera abandonado despojándolo de correteos y rumores.
Así que una vez más, aburrido e incapaz de decidir otro rumbo, me dejé andar poco a poco hasta el parque. Sabía lo que iba a encontrar porque es del todo imposible concebir un atardecer de domingo en esos lugares sin que proliferen las inevitables radios remachadas a las orejas de tantos señores que pasean a su prole con la mirada extraviada y el cerebro dulcemente abarrotado de goles y vapores de tintorro. Pero allí se ven menos, no hay cafeterías donde puedan concentrarse, se nota menos esa calma oleaginosa del fin de semana y la dura zarpa agazapada del lunes que aguarda, y además, a dos pasos está el puerto y la pequeña cantina donde seguramente puede uno tomarse un aguardiente mirando el sol poniente y el viejo muelle de madera dormitando sobre la ría en plena efervescencia cromática.
Después de refrescarme en la fuente y encender un cigarrillo, entré al estanque y me quedé un rato como siempre mirando los patos desde el pequeño puente de madera, buscando en sus rápidas evoluciones las ganas de estar allí mirándolos, como si en los evanescentes jeroglíficos que dibujaban surcando la blanda superficie del agua estuviera contenida la clave secreta, el ritual indispensable para encajar en ese orden forzado, artificial y apacible que tienen todos los parques. No obstante, en esta ocasión no tuve que inventar un itinerario ni esperar un revoloteo blanco de palomas con el que adentrarme hacia las jaulas. Nada más bajar del puentecillo, un agitado clamor de chiquillos me atrajo hasta una celda de sucias paredes con barrotes en la cara frontal donde un viejo mono saltaba extrañamente. Era una especie de babuino de ojos hundidos y aspecto casi perruno. Mechones de pelo crespo le blanqueaban el pecho y la cabeza, y el lomo, donde aún conservaba algo de su marrón original, lo tenía arrasado de calvas enrojecidas y cicatrices. La única característica curiosa y especial del babuino era aquella manera de saltar. Más que saltar parecía estar galopando pero sin cambiar de lugar, sin avanzar un solo centímetro, manteniendo su insistente ritmo con el rostro impasible y los ojos inexpresivos clavados en el suelo. Lo había visto otras veces al pasar pero nunca había reparado en aquella figura apagada e inmóvil en el fondo de la celda, no lo había sorprendido brincando de ese modo, prefería detenerme ante la espaciosa jaula del pequeño titi que jamás cesa de comer y corretear mirándolo todo con esa cara de escocés enano y malicioso, y que casi siempre culmina sus minuciosos ajetreos cotidianos masturbándose con desenfado en lo más alto de su rama para regocijo de todos los presentes excepto la escandalizada señora de turno que vuelve el rostro a tiempo mientras explica a su nene que el monito se rasca porque se lo comen las pulgas, pobrecito.
El babuino en cambio era otra cosa muy distinta. No había agilidad ni gracia en su frenético ejercicio, ni desenfado, ni siquiera rabia, no había nada, solo aquella galopada tensa y monótona repitiéndose una vez y otra como un antiguo ritual olvidado y ridículo. Y a pesar de todo su actitud no me resultaba sorprendente por sí misma, hay muchos animales que en cautiverio reaccionan de manera similar, el espacio reducido y la imposibilidad de moverse a su antojo los empuja a intentar la fuga, deambulan aparentemente sin sentido pero al mismo tiempo se enfurecen, se impacientan, hacen muecas, gruñen. En cambio la expresión del babuino permanecía invariable y lejana. Parecía como si él mismo fuera ajeno a su propio movimiento, como si solo fueran sus músculos los que se retorcían y bailaban, hacía pensar en las inanimadas evoluciones de una marioneta tras las que pudiera apreciarse el cuerpo inerte, la ausencia total de voluntad.
Se lleva así todo el día, dijo el guardián al pasar, está loco. Los críos no paraban de alborotar, excitados. Los mayores comenzaban a cansarse del aburrido espectáculo y yo empecé a sentirme molesto ante esa fácil naturalidad con la que todos parecían ignorar la terrible soledad del viejo mono. Me daba frío imaginar la angustia que se tensaba en su carne y lo hacía brincar de forma tan absurda. Porque era angustia sin duda, no era otra su pretendida locura, una angustia desesperada y lenta, un sufrimiento sordo, una explosión velada de impotencia y desesperanza conmoviendo un cuerpo viejo y fatigado.
Alguien arrojó entonces unos cacahuetes dentro de la celda y el mono dejó de saltar como si tuviera la intención de recogerlos, pero no lo hizo. Los ignoró con una indiferencia pasmosa, se incorporó asiéndose a los barrotes fuertemente y se quedó así, muy quieto, mirando a lo lejos por encima de nosotros. Su rostro continuaba inalterable, como esculpido en una expresión rotunda de tristeza infinita, pero en sus ojos se había despertado una luz nueva, como un leve rescoldo de esperanza naciendo desde la fría ceniza de su mirada. Ahora estaba atento, estático, acechando con prisa un horizonte que debía extenderse más allá de la línea de palmeras, más allá de todo lo visible, moviendo continuamente aquellos ojillos hundidos pero sin detenerse en nada, sin mirar realmente nada, como una cámara fotográfica que enfocara sin tregua la distancia esperando el momento de ser disparada y beber ávidamente una imagen esperada largamente. De alguna forma supe que eso que el babuino aguardaba no estaba en el horizonte ni llegaría nunca, eso solo podía existir flotando detrás de su mirada. Quizá era un sueño animal, una primitiva quimera tejida tarde a tarde en los mezquinos rincones de tantas jaulas, o un presentimiento que su hastío fabricaba sobre la bruma lejana del atardecer para no morir todavía, para seguir esperando. Pero esto también lo sabía él, estaba seguro, tenía que saberlo, aquel rostro inamovible y sereno no soñaba, no sabía engañarse. En todo el tiempo que estuvo asomado a la reja, en ningún momento miró a nadie, no reaccionó a los gritos ni a las risas ni prestó la menor atención a los cacahuetes que caían a su lado, firmemente aislado, sumido siempre en un vacío incomprensible, sin voluntad de desprecio pero arropado en una indiferencia que no hubiera sido mayor de haber estado muerto. Después, poco a poco, sus dedos se relajaron y fueron resbalando por los barrotes hasta quedar en el aire un instante asiendo la nada, se volvió finalmente como vencido y fue a sentarse en un rincón sombrío al fondo de la celda.
Los últimos curiosos se habían marchado, el sol se hundía más allá de la ría y un aguardiente que ya no tomaría continuó durmiendo su áspero sueño transparente en un estante polvoriento de la vieja cantina del puerto. No supe hacer otra cosa que quedarme allí sentado admirándole cabizbajo y rascándose las heridas del lomo como si él y su mano fueran dos animales distintos, saboreando despacio aquella calma impregnada de complicidad y reconocimiento que al fin comenzaba a mecerse entre él y yo. Me parecía estar sentado junto a la cama de un viejo amigo moribundo, o mejor, estar los dos mirando apaciblemente un atardecer de invierno con los rostros pegados a un cristal empapado de lluvia. Ignoro cuanto tiempo permanecí allí sentado, fumando a ratos, contemplándolo absorto en su religiosa quietud de ídolo milenario al que las primeras sombras venían a rescatar de su mísera prisión para devolverlo a no sé qué otra dimensión inconcebible. Escuché mentalmente música de Génesis, sin duda el “Foxtrot”, fraguando con ella ceremonias imposibles de liberación y retorno, resbalando poco a poco a un sopor que me hizo olvidarme del avance envolvente de la noche hasta que de pronto, sin un movimiento previo, sin ningún cambio de actitud que me hubiera delatado su intención, el babuino saltó desde su rincón con una energía insospechada, cruzó el aire con una mueca indefinible torciéndole el gesto y se estrelló contra la reja con una violencia que hizo temblar toda la celda. Se quedó un momento tal como había caído, aferrado firmemente a los barrotes y mirando como antes por encima de las palmeras, siempre con la misma fiereza apretándole el rostro, hasta que la rabia y la violencia se derritieron en un mono más viejo, más vencido, sumergiéndose de nuevo en su vacío y regresando despacio a su miserable rincón. Y entonces, justo antes de acurrucarse de nuevo entre las sombras, volvió la cabeza un instante y me miró. Sus ojos estaban vacíos, insoportablemente vacíos y sin embargo, en ese segundo que estuvieron clavados en los míos, algo que acechaba detrás de ellos me barrió como a una hoja reseca el viento del otoño, algo que quizá era el mono pero mucho mas allá de la jaula y de su propio cuerpo, algo inmóvil y fríamente lúcido erguido en el centro de un abismo insondable de soledad, algo en fin que me arrojó a la cara toda mi compasión y mi música y mis historias, y que continuó mirándome cuando el mono ya no me miraba, flotando como un aroma inquietante en el aire de las calles, acechándome desde el reflejo de los escaparates, perdiéndose finalmente poco a poco con las primeras cervezas y los encuentros y las risas.
Ahora ya nunca viene por aquí. Yo sigo esperándolo cada día al caer la tarde pero sé que no vendrá más. Lo supe la última vez que vino, se acercó un tanto incómodo, como si alguien lo empujara, me miró desde lejos un momento esperando quizás que me lanzara contra los barrotes para reconocerme, para acercarse aunque en el fondo lo temiera. Me hubiera sido fácil retenerlo, hacerlo volver otro día. Solo tenía que trotar un poco o golpearme contra la reja como tantas veces, pero no hice nada porque sé que él lo quiere así, no quiere volver, necesita escapar de eso que comenzó a vislumbrar cuando me vio la primera vez y yo no quise obligarlo aunque demasiado bien sé que no podrá escapar. No, de eso estoy seguro, no podrá escapar como no puedo yo. Hace mucho que los caminos entre nosotros fueron borrados, ningún acercamiento es ya posible y nunca podremos hacer otra cosa que saber y callar sin remedio, muriendo poco a poco, esperando. Pero me había acostumbrado a verlo llegar alguna que otra tarde. Lo observaba a ratos sin que él lo notara y me tranquilizaba su presencia, su manera de fumar sentado ahí, mirándome a mí o mirando hacia donde yo siempre miro, meditando, preguntándose cosas, como yo. La verdad es que nunca me han importado los hombres que pasan junto a esta jaula cada día, ni esas palomas estúpidas que se venden por un puñado de trigo, ni los otros animales que no hacen sino comer y alborotar todo el tiempo. Pero él era distinto, él también estaba solo, también estaba triste y le brillaba en los ojos ese familiar desaliento. Él sabía, como yo. Y ahora ya no va a venir nunca, lo sé bien. Quizá se acordará de mí alguna vez, se compadecerá sinceramente de mi esclavitud creyendo que se compadece de mi esclavitud, posiblemente se entretendrá en imaginar que he conseguido escapar hacia ignotas selvas primigenias, o que me he destrozado en un choque brutal contra estos barrotes, que he terminado en fin de cualquier modo para borrarme de su mente y alejar ese fantasma prendido vagamente a mi recuerdo. Llegará alguna vez sin darse cuenta hasta las mismas puertas de este parque pero se decidirá siempre por otros rumbos, lo sé, y se perderá en esas calles ahogadas y sin horizontes que recuerdo haber visto hace tanto tiempo. Se sentará en algún banco, como hacía aquí y sin saberlo, sin querer saberlo todavía, mirará siempre como yo más allá de las palmeras y la gente, sin ver, en silencio, hasta que eso que espera lo reclame inapelablemente en un color, en un aroma, en otros ojos y se lance con el rostro abierto y se rompa el alma una vez más contra esa reja manchada de sangre y de deseo que él se obstina en no ver pero que continuará derribándolo sin tregua, apartándolo, devolviéndolo siempre brutalmente a una realidad insoslayable donde solo es posible la soledad y el silencio. Como yo.