Lápices usados

A simple vista todos parecen iguales: apuntados prismas de seis caras en las que el amarillo y el negro se alternan en un monótono arcoiris truncado y bicolor. Todos tienen la misma marca de letras doradas grabada en una de las caras, seguida del “Germany” de rigor y el número “3” cerca de la base pintada en azul, el indicativo del grado de dureza del grafito (los prefiere porque tienen el trazo fino y no hay que sacarles tan a menudo). Todos descansan dentro del mismo tarro de cristal, inclinados sobre un lado y apuntando silenciosos hacia el ventanal, hacia el encendido cielo tras el cristal como si se soñaran dibujando golondrinas negras en el blanco vaporoso de las nubes. Todos son pequeños, casi ridículos de tan gastados, y están ahí siempre mirando de reojo a ese otro larguirucho que danza frenético en la mano de Lucas y llena el papel de cifras y anotaciones, envidiándolo menos y compadeciéndolo más a medida que el pobre se consume y regresa cada tanto a la cuchilla que lo achica y lo acerca un poco más a la quietud del tarro de cristal, a ese pequeño asilo transparente que los redime al fin de tanta escritura fría y apresurada, a ellos.

Solo siendo Lucas o parándose a estudiarlos con detenimiento es posible apreciar en ellos alguna característica que los distinga y los defina por separado: la punta suave y regordeta de ese, un detalle que habla de docilidad, de fácil deslizamiento y horas sin problemas; esa pequeña mordedura en aquel, apenas perceptible, que evoca contratiempos compartidos, el error que se obstinaba en no aparecer, quizás solo un pensamiento lejano en un rato de ocio y un cigarrillo; el gesto afilado y contestatario de ese otro que tantas veces hirió el papel quebrando su afilada punta, dejando al final de una cifra su breve protesta de tachón y goma de borrar y vuelta a la cuchilla donde arrebatarle otro centímetro a la ingrata tarea cotidiana.

Claro que esas desemejanzas hace mucho que las limó el tiempo, ya son solo un lejano recuerdo y ahora todos gozan por igual de la simpatía de Lucas, de esa sonrisa cómplice que alguna vez les dedica y del tiempo que pierde con ellos mirando el lento desdibujarse de las nubes sobre el bosquecillo que se cimbrea a lo lejos, y hasta son un poco felices porque sospechan para qué los almacena y no los arroja a la papelera como hacen sus compañeros. Es como si ya supieran, como si alguien les hubiera contado de otras veces y aguardaran impacientes esa tarde en que él se los meterá en un bolsillo al terminar la jornada, los despedirá cariñosamente mientras se adentra en las calles y los irá dejando uno a uno en esos lugares que a ellos les gusta tanto: en un banco de una plaza, recostados en el césped junto a la fuente, asomados al borde de un seto, en el pretil de una ventana, en esa acera donde tantos chiquillos al atardecer. Cuando los haya situado a todos, entrará en cualquier bar y se sentará detrás de un café a esperar la noche, entreteniéndose a ratos en imaginar el nuevo destino que les espera. Unos serán probablemente despreciados, ignorados o llevados a patadas al asfalto donde morirán aplastados bajo tacones y neumáticos, o varados y pudriéndose al sol en una orilla sucia de la ría después de una alcantarilla casual y una oscura travesía por el turbulento laberinto de las cloacas. Otros incluso volverán a la alienante rutina de cálculos y anotaciones, se sorprenderán rescatados en la oreja de un tendero o en el bolso de la viejita que siempre se olvida de comprar la mermelada, afilados nuevamente y obligados a recordar un pasado casi olvidado. Pero alguno resultará favorecido por los caprichos del azar (lo sabe porque cuando ocurre siente como si se prolongara hacia regiones donde ya no puede entrar, como si el horizonte lo devolviera a sí mismo multiplicado en un eco dilatado y gozoso), alguno cobrará vida entre unos dedos pequeños y sentirá un insospechado placer dibujando caricaturas y alegorías en los carteles que llenan las fachadas, grabando corazones heridos en el mármol de los bancos, garabateando una temblorosa frase de amor adolescente en ese papelito que volará hasta el pupitre de ella en la clase de Literatura.

Lucas no sabe muy bien por qué, aunque tiene una vaga idea, pero después de tales maquinaciones solitarias la noche siempre es más fácil.