Peldaños de tobogán

Incluso los semáforos duermen todavía sus pesadillas amarillas e intermitentes. La avenida está casi a oscuras y apenas hay tráfico. Solo por encima de las apretujadas fachadas se vislumbra apenas una mancha sucia de luz enfermiza que resbala despacio hasta las farolas, cae después y es devorada en el asfalto por un ejército de formas grises y neblinosas.

La gente espera formando pequeños grupos aislados en las aceras. Algunos murmuran apenas entre sí y otros miran al suelo o a los edificios como si llevaran siglos haciéndolo, somnolientos y ausentes, como pálidos figurantes de una escena inútilmente repetida. Pero en el fondo de todas las pupilas se adivina la misma expresión, algo como un aburrido cansancio que parece emanar también de los engastados adoquines, de las húmedas farolas encorvadas, de todas esas paredes goteando la sangre impregnada y podrida de todos los crepúsculos. Y ese desconcierto, piensa Lucas mientras rasca una cerilla, ese amago de tristeza se lo va sacudir la mayoría como se olvida un mal presagio y así se van adaptando, convirtiéndose poco a poco en personas prácticas y positivas, gente aprovechable y útil para maniobrar la densa maquinaria que nos confunde y nos somete. Los otros insistirán en su desconcierto y se irán quedando atrás, incapaces de toda mutación, rezagados y solos en su propia marginación, plantados en las encrucijadas de todos los caminos y a la sombra de no se sabe qué sueños, qué esperanza.

Llega un autobús, los absorbe y zarpa de nuevo dejando la reflexión de Lucas aplastada contra el amplio parabrisas como un insecto más. Después, a medida que el vehículo avanza y los altavoces derraman su apretado noticiario matinal, comienza a subir desde los asientos un murmullo creciente. Algunos se animan a hablar (fútbol, por supuesto) y otros aprovechan para cerrar los ojos y dormitar un poco. Están saliendo de la ciudad. Lucas se acomoda en su asiento y observa por la ventanilla el horizonte que empieza a iluminarse débilmente. Es innecesario pero está amaneciendo. Es un amanecer amortiguado, raquítico, desganado. Cualquiera podría confundirse y pensar que solo es una nueva fábrica funcionando a toda máquina allá en el horizonte. Es como si el sol se estuviera vomitando a sí mismo en el centro de una inmensa resaca gris, pero de todas formas alienta una atmósfera caótica y decadente que casi llega a gustarle. Si no hiciera falta demasiada pasta, piensa Lucas en un arranque sátiro y creativo, lo inmortalizaría en una postal con un pie que dijera: “Proyecto de amanecer para el día del Juicio Final. El estrado divino estará ubicado entre las dos chimeneas de la derecha.”

Más acá, tras el cristal, se va extendiendo, desenrollando como una alfombra gastada y polvorienta, un trozo podrido y pestilente de marisma. El agua, mezclada con aceites y residuos químicos, deambula pesadamente bordeando diminutas islas donde se ahogan los juncales cubiertos de cenizas, tercamente aferrados a la tierra estéril, tirando como pueden en medio de tanta porquería confabulada. De vez en cuando, como ahora, se desparrama por entre los juncos un puñado furtivo de luz amarillenta, casi dorada, y la maleza adquiere por un momento una tonalidad extraña y fantasmal que, mezclada a la iridiscencia impura de los charcos, provoca una vaga sensación de sueño. Se diría que del fango putrefacto se evapora, impotente y liviano, un último y desesperado aliento de vida, el alma misma de la marisma que se incorpora un instante sobre su propio cadáver y mira sus mortajas sin reconocerse, lánguida de recuerdos, antes de hundirse para siempre en el lodo. Es una lejana sensación de nostalgia, de pasado que vuelve envuelto en las coloraciones casi olvidadas pero inconfundibles de entonces. Y es verdaderamente el recuerdo que llega ahora recobrándose a la tiranía del tiempo, se funde con el desolado paisaje y lo redime en un espejismo que flota ya con vida propia:

Son los arrozales encharcados estremeciéndose brevemente bajo el aliento puro de un amanecer blanquecino, los mansos bueyes ayuntados y los campesinos sembrando con el agua hasta las rodillas, los caprichosos senderos ribeteados de almendros y rosados cerezos, el aire fresco y limpio de la mañana reclamando a la perezosa geografía su leve despertar de chapoteos y de trinos. Nan, un niño japonés, regresa de los pantanos bordeando los arrozales con la cara radiante y alborozada, despacio, andando casi de puntillas porque lleva en una mano, plegada a modo de bolsa, una hoja de nenúfar llena de agua donde se agita el pececillo que ha capturado. Nan en el jardín de casa, sentado bajo el árbol del té, absorto en el aleteo tranquilo y ondulante de su pez luchador. Nan dormido al fin en la nube blanca de su lecho y el pececillo nadando en un sueño subacuático arrebolado de destellos verdosos y lentos, como una llamita roja y azul en un bocal de plata.

Nan y el pez, aquel cuento predilecto, el único que se quedó prendido en la memoria de Lucas para siempre. Por él, esperó el abandono del parque en una tarde de toros y se metió descalzo en aquella fuente, en busca del viejo pez colorado (solo pudo atrapar un frustrante puñado de limo, resbaladizo, nuevo). Y otra vez, una tarde de verano, se escapó al arroyo de la Lobera y consiguió pescar un par de pececillos por entre los juncales cuajados de mosquitos y con el sol cayéndole encima como una lona ardiendo. Tuvo que sustituir la hoja de nenúfar por una lata vacía de conservas y los peces eran negros y barrigones, pero no dio excesiva importancia a esos detalles. Lo grandioso había sido aquel olor nuevo y penetrante del arroyo, la frescura del agua, los peces coleteando al fin dentro de su mano. Después vino el regreso a hurtadillas, los peces en una tinaja escondida en el patio y la imagen espoleada y viva del pez luchador construyendo en sus sueños un nido de algas y burbujas.

En la negrura fosforescente de sus párpados se va perdiendo el velo sedoso y rojo de su enorme aleta caudal. El recuerdo cede su sitio a la inevitable realidad y comienza a llegarle de nuevo, creciendo hacia él desde todos los ángulos, la queja ronca del motor del autobús. Están llegando a la fábrica. Abre los ojos y la descubre tan imponente, tan sobrecogedora y humeante como siempre. Por un momento la imagina un buque, un gigantesco buque desafiante, varado entre pinares y arenales, alejado sin remedio del océano: las inmensas cubiertas iluminadas palpitan con el fragor acompasado de las máquinas y dejan ver a una tripulación ajetreada, inmersa en la rutina de una travesía engañosa, imposible, de la que nadie parece darse cuenta.

Brotan de los autobuses a raudales, como autómatas, y se apresuran a formar una gruesa fila ante una especie de vestíbulo junto a la portería. Buscar la ficha, introducirla en el reloj, clac, hora de entrada: 7:56, devolverla a su casilla numerada, salir y dispersarse. Lucas se aleja mirando al suelo, un tanto confuso al comprobar que son sus zapatos los que lo conducen hacia la oficina. Termina de abrocharse la cazadora, el frío atraviesa y llega dentro. Hunde un poco más las manos en los bolsillos: pelusas, partículas, una moneda. Sube los primeros escalones de la entrada y se siente demasiado fuera de lugar, demasiado grotesco al borde de la loca y obligada pendiente cotidiana.

Antes de entrar al edificio se vuelve un instante y mira por encima de las calzadas y la gente: envuelto en su raquitismo verde y gris, el pequeño pinar se ha quedado muy quieto mientras la bola roja emerge lentamente del horizonte acribillando la niebla y el humo.