In memoriam

Parecía una delgada percha dentro de su propia vestimenta. Era extremadamente enjuto, las manos huesudas y secas, las delgadas piernas arqueadas y lentas, y esa pequeña cabecilla resignada y benevolente dirigiendo con esfuerzo aquel pesado andador que le prestaba la poca seguridad que le negaban sus castigadas y maltrechas rodillas. Se llamaba Manuel. Lo encontraba cada tarde mientras acompañaba a mamá por el pasillo de la primera planta de la Residencia hacia el comedor. El iba siempre demasiado despacio y lo pasábamos en el primer tercio del recorrido. Hola Manuel, cómo va eso. Hola, pues aquí estamos, vamos a buscar esa cena aunque sea a rastras. Después, a la vuelta, cuando ya había dejado a mamá sentada en el comedor, me cruzaba de nuevo con él en el mismo pasillo y le tocaba el hombro con cariño al pasar a su lado, hasta mañana Manuel, adiós, hasta mañana Lucas, me respondía con un hilillo de voz.

Durante los dos años que pude tratarlo jamás vi que nadie lo visitara. A veces le preguntaba cómo estaba y él siempre respondía lo mismo: a esta edad siempre está uno mal y cansado, ya no hay nada más que esperar sino que venga la muerte y se lo lleve a uno sin hacer demasiado ruido, es ley de vida. No obstante siempre agradecía mi pequeño gesto y se esforzaba en corresponder con un saludo débil pero atento y cariñoso. Un día, durante una espera fuera de lo común a que el personal abriera la puerta del comedor, me contó que había sido minero toda su vida y que estaba muy tocado por la silicosis y aquellos malos años de la posguerra donde pasaron tantas privaciones y penalidades. Hablamos un poco de las minas, de la gente conocida que estuvo en ellas y poco más hasta que abrieron las puertas del comedor. Es lo más que pude hablar con él.

Hace unos días, al pasar por delante de su habitación, pude verlo en su cama al pasar pero no me atreví a entrar a saludarle. No sé si por desgana o por temor a molestarle, lo cierto es que pasé de largo con mamá y no entré. Pensé que solo estaría resfriado, que no sería nada importante y que volveríamos a verlo al día siguiente empujando de nuevo su andador por el pasillo hacia el comedor.

Hoy, al pasar, he visto su cama vacía y sin ropa y he sentido un escalofrío recorrerme la espalda como un látigo de hielo. A la vuelta del comedor he preguntado a una de las cuidadoras y me ha confirmado lo evidente: Manuel murió hace dos días, solo, en su cama, sin apenas darse cuenta. Eso dicen siempre. Los ojos se me nublaron un instante. Me hubiera encantado tener esa facilidad de llorar que tienen a veces las mujeres. Me hubiera gustado poder disolver en una gruesa lágrima la amargura de no haber entrado en su habitación hace unos días y haberle estrechado la mano antes de que se fuera, tan solo, de este miserable mundo.
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