Kiwi matinal

Cambiar el sello de sitio o pegarlo en otra parte le parece una maniobra poco elegante de eludir la dificultad. Es como si cambiara el orden de las cartas en el solitario o contara una casilla de menos para no entrar a la cárcel del monopoly. Por eso Lucas insiste en pelar su kiwi a media mañana tal como debe hacerse: corta a medias un pequeño sombrerete en el extremo más liviano de la fruta y desde ahí sigue cortando en espiral descendente una banda constante de piel hasta llegar a la base donde, con un experto giro de muñeca retrocede un poco y amplía el corte (este es el secreto) para terminar sacando toda la piel en una sola pieza desenrollada y perfecta, como aquellos poliedros que hacía en su infancia con una cartulina previamente recortada.

Pero siempre, a la mitad de tan delicada operación, se encuentra con el jodido sello de papel pegado a la piel de la fruta y tiene que esquivarlo como puede modificando la línea de corte del cuchillo y desviándola lo justo para pasar rozando el sello en lugar de atascar la delgada hoja de acero contra él. Y esto siempre es una contrariedad que, aparte de amenazar el apetecido resultado de mondar la fruta limpiamente, estropea esa atmósfera ceremoniosa y tranquila que tiene esa hora de la mañana para Lucas.

Es un problema porque Lucas ignora hasta a quién debe dirigirse. Probablemente será una envasadora de frutas, o un importador quizás, o una cooperativa agrícola. Mejor buscar un poco en Google, veamos, Zespri, hum… Pues sí, resulta que es un Grupo comercial (Zespri Group Limited) en manos de 2700 agricultores de kiwis neozelandeses (más bien serán 2700 agricultores manejados por un importante grupo comercial, pero dicho de esa otra manera queda más idílico y tranquilizador).

Así que a Lucas se le viene todo el asunto abajo. Y no es que se achique ante la ardua tarea de convencer a 2700 agricultores maoríes para que cambien el lugar donde ponen el repelente distintivo a su fruta. Es que de golpe se da cuenta de lo absurdo que es comprar una fruta que viene justamente de las antípodas y que, a pesar de todos los controles de calidad que la empresa pregona a los cuatros vientos, debe ser recolectada demasiado temprano, demasiado verde aún, para que aguante el largo viaje en las bodegas de grandes barcos y aviones hasta llegar a los mercados de Europa con una lozanía engañosa y carente del natural dulzor que debe tener ese fruto en sus tierras de origen.

De modo que se decide por apartarse en lo posible de esa globalización alimentaria que nos ata poco a poco a la insaciable avaricia de los grandes monopolios. Sin duda será mejor comprar productos más cercanos, quizás menos exóticos pero madurados de manera más natural y también más baratos. Y sobre todo sin ese jodido sellito que tanto le joroba.

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