Libros usados

Otras veces he disfrutado más de la feria del libro usado, Lucas, lo confieso. Y en esta ocasión, al menos al principio, también ha sido así. Hemos ido de caseta en caseta con la misma ilusión de encontrar en encuadernaciones más robustas todos esos libros de bolsillo que adquirimos cuando leer era una imperiosa necesidad cotidiana aunque la economía de entonces no permitiera excesivos dispendios. Aquellos humildes libritos que sirvieron para calmar la sed de respuestas pero que soportaron tan mal el paso del tiempo, escuálidos libros de cubiertas amarilleadas por el humo de tantos cigarrillos olvidados durante una lectura absorbente e inaplazable, lomos gastados de entreabrirse tantas veces en manos y regazos, endebles encuadernaciones desmadejadas por los años o las apasionadas relecturas de las noches insomnes. Renovarlos ahora es algo así como premiarlos, reconocer el valor de sus páginas y dotarlos de una corporeidad más resistente, como si de un embalsamamiento se tratara, para que sobrevivan otro puñado de años a ese tiempo implacable que todo lo destruye.

No sé qué disparó ese otro regusto más amargo que fui sintiendo después, quizá una dedicatoria personal en la primera página de alguno de los libros hojeados, quizá una anotación o un comentario que alguien hizo al margen de un párrafo especialmente querido o sugerente. Lo cierto es que en algún momento comencé a sentir como si estuviera manoseando objetos personales arrancados abruptamente de las manos de quienes los atesoraron en otro tiempo. La mayor parte de todos aquellos libros, pensé, eran sin duda producto de pequeños expolios familiares, bibliotecas personales malvendidas al peso por apresurados herederos después de llevar a sus ancianos dueños a una residencia o al cementerio.

Me entristecí un poco al pensar por un momento que nuestros libros, Lucas, esos libros que vamos renovando en ferias y librerías y que ahora ennoblecen los estantes de la casa, pudieran volver algún día a ser vendidos al peso a estos traperos que juegan a libreros y comercian con ellos sin apenas saber lo que contienen.

Después me sobrepuse pensando que a lo mejor está bien así, ser guardianes o depositarios temporales de los libros, interpretar con naturalidad nuestro papel en esa ceremonia de rotación inevitable, hacer posible el ciclo, la alternancia que asegure que esos textos amados lleguen a otras manos y llenen otros corazones sedientos de eternidad.
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