Mal arte

Lucas entra en la exposición de arte moderno del antiguo hotel París. No quería pero Alicia le arrastra después de asistir a un agradable visionado de fotos de Steve McCurry en el museo provincial. Nada más entrar le asalta una conmoción predecesora de problemas. Hay unos primeros gestos claramente bochornosos, unos cuadros patéticos, un cartel innombrable. Pero bueno, él se agarra con valentía a la esperanza de que más adelante cambiará el tono y será de otra manera. Pero no, el tono es el mismo o peor conforme se adentra más adelante. Un tiovivo hecho de cascos de motocicleta que gira alocadamente, un vídeo donde alguien apalea con saña a un indefenso monigote de trapo, sensaciones inconexas y sin valor que van sacándole el hastío, la desesperación y hasta el vómito repulsivo contra un lenguaje desacorde, pueril y disparatado.

Al final de la sala hay una mesa, una simple mesa de cocina a la que han acolchado las dos patas de un lado como si se las hubieran roto en un partido de fútbol que hubiera jugado el mobiliario del edificio esa mañana. Después, como guinda merecida del nefasto pastel, otra mesa donde yace una caótica estructura: por un lado hay un saco de yeso que alguien ha llenado de agua y, mientras fraguaba, le ha dado un corte por la mitad y ha dejado que se secara. Esa es la excelsa obra: un saco de yeso roto y solidificado. Y justo al lado hay una especie de jarrón de escayola, probablemente comprado en un chino, que el artista en ciernes ha destrozado tirándolo al suelo para luego recomponerlo pegándolo trozo a trozo de la manera más burda posible. Y toda esa moderna estupidez ocupa ciento cincuenta metros cuadrados de un salón que pretendidamente debe servir a la difusión de la cultura.

Todos estos genios aspirantes y prepotentes no son más que embaucadores avezados que se cuelan con descaro en los medios y en las salas de exposiciones al amparo de una sociedad acomodada, ignorante y débil que ha abolido sistemáticamente todos los cánones y todos los requisitos, impostores en fin que proliferan al abrigo de estructuras culturales cada vez más difusas y acomplejadas que ya no saben discernir entre el arte y la pantomima.

¿Dónde están los investigadores iluminados que acechan la contemporaneidad artística? ¿Por qué no dejan de graznar a la luz de la luna? ¿Por qué no dejan de engordar a sus acomodadas musas y se ocupan de poner el listón a una altura razonable, y liberan por fin estas sufridas salas de toda esa caterva impresentable de genios enfermizos y disparatados?
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