Anestesia

Como la Skynet de Terminator, tomo conciencia de mí mismo a alguna hora determinada que no puedo precisar. Solo me siento existir aquí y ahora como un ente impreciso flotando en la nada, casi incorpóreo, apenas una delgada certidumbre detrás de unos párpados que casi no puedo entreabrir. ¿Son en realidad mis párpados o es una ilusión heredada de mi cuerpo mortal? Solo percibo oscuridad, una oscuridad redonda y confortable en la que podría estar disuelto eternamente sin la menor queja. Y una rendija de luz en medio, una luz intensa y cegadora. ¿Será este el túnel que algunos han visto al borde de la muerte? ¿Ha salido mal la intervención quirúrgica a la que me estaba sometiendo y la he palmado? No sé. La rendija de luz se ha abierto un poco más y hay algunas figuras humanas que se mueven alrededor de la luz. Decididamente no, no es un túnel. Es más bien como el interior de una espesa nube blanca. Y esos seres tan delicados bien podrían ser ángeles. ¿Ángeles? Mira que si al final existe el jodido Paraíso y me han traído aquí a mí… ¿Un ateo recalcitrante en el paraíso? Qué papelón. Espero que no me vea nadie conocido. Pero no, no puede ser. Ahora parece que los distingo un poco mejor. No son ángeles. No tienen alas. Llevan una especie de túnicas verdes y amarillas, y se mueven dulcemente, como si bailaran una música que no puedo escuchar. ¡Son doncellas! ¿Serán mis 70 vírgenes? A lo mejor me han derivado al cielo del Islam por error o a causa de mi ateísmo. Esto tiene que ser una alucinación. No entiendo nada.

Pues no, ni doncellas ni vírgenes, está claro que son enfermeras. Ahora lo he distinguido con claridad. Vaya cuento me estaba montando. Incluso hay algún hombre por ahí. Acaba de pasar uno luciendo una de esas frondosas barbas tipo hípster. Tengo los ojos a medio abrir pero algo me impide moverlos. Bueno, más bien es como si pudiera moverlos pero no me diera la gana, como si mi voluntad se hubiera dormido y ningún asunto mereciera que yo moviera un solo músculo para atenderlo. Así que estoy permanentemente enfocando el mismo punto del techo. Pero con la vista periférica puedo distinguir, aunque bastante borrosas, las cosas que me rodean. Parece que estoy en una cama pero tengo la sensación de que es muy pequeña, casi de juguete. ¡Una cuna! ¡Estoy en una cuna! ¿Una cuna? Claro, ahora lo entiendo todo por fin, estoy en la sala de neonatos, por eso las enfermeras todo el rato de un lado para otro. Y el de las barbas debe ser el pediatra. Ya está, he muerto en quirófano y acabo de reencarnarme en el cuerpo de una criatura recién nacida. ¡Qué pasada! Bueno, al menos espero que siga siendo niño, no soportaría tener que estar toda la vida depilándome las piernas. Joder, y yo que creía que esto de la reencarnación era una patraña. El sueño me vence a ratos.

Ahora empiezo a tener conciencia de mi cuerpo y me siento un poco más despierto. Tengo la boca seca. Supongo que me alimentarán dentro de poco. De pronto he comenzado a mover las pupilas y veo con mayor nitidez mi entorno más cercano. Hay más cunas a un lado y otro de la mía. Debemos estar situados en batería contra una pared de la sala. Las enfermeras siguen pasando de un lado a otro sin prestarnos la más mínima atención. Ni rastro del pediatra barbudo. Como si alguien hubiera destapado mis oídos, acuden confusamente a mí los sonidos de la sala: pitidos electrónicos, tacones, ruedas deslizándose por el piso, conversaciones que no entiendo, una puerta que se abre. Aunque parezca raro, ningún bebé llora, supongo que todos deben estar tan amodorrados como yo. Miro la barandilla de la cuna de al lado, a mi izquierda, y veo algo que no me cuadra: un brazo grande y peludo descansando sobre la sábana arrugada. Hubiera dado un respingo si mi cuerpo no estuviera tan aletargado. Miro hacia la cuna de la derecha y veo junto a la barandilla otro brazo grandote y huesudo, esta vez sin pelos, como de un adolescente, con un apósito en la muñeca. ¡Qué plancha! Esta no es la sala de neonatos, sigo siendo yo, no he muerto, ni me he reencarnado ni nada parecido. Joder, estamos en la sala de reanimación.

Una enfermera se acerca y me toca la frente desplegando una maravillosa sonrisa terrenal. Hola, Manuel, todo ha ido perfectamente. ¿Se encuentra bien? No se preocupe que ahora mismo le llevamos a su habitación. Querría abrazarla, hacerla heredera de mis bienes, conseguirle un ascenso, pero no me sale ni la voz. No me lo puedo creer. Estoy exultante. Soy yo. He escapado de las garras de la muerte. He vuelto del más allá. Por cierto, tengo que preguntarle qué le ponen a la anestesia. ¡Qué pasada de chute!