Doce céntimos

En casa ya nos habíamos habituado a recibir periódicamente el sobrecito con el encendido logotipo del banco Santander. Llegaba sin falta cada mes, inaccesible al desaliento, correcto y formal como solo lo puede ser un sobre oficial con membrete y ventanilla, tanto que hasta daba un poco de pena no abrirlo y pasarlo sin más al cajón del papel para reciclar —eso hubiera sido como taparle la boca a un uniformado botones que se afanara por darte su recado. Así que, a pesar de conocer con exactitud su contenido, siempre tomaba el sobre, rasgaba con dificultad esa obcecada línea quebrada de apertura mal llamada fácil y extraía del interior dos pequeños billetes del tamaño justo para entrar sin ser doblados en el sobre, uno con mi dirección postal para la ventanilla y el otro con el estado invariable de mi cuenta: Saldo anterior… 0,12 €, Intereses devengados en el periodo… 0,00 €, Saldo al día de la fecha… 0,12 €.

Nunca abrimos una cuenta en ese banco pero una serie de acontecimientos propiciaron que al cabo del tiempo acabáramos teniendo una. Hace unos años el banco Banesto ofrecía un depósito a un interés bastante tentador y nosotros entonces andábamos buscando un cobijo temporal y ventajoso para unos ahorros, así que congeniamos con el banco lo justo para el trato y establecimos el depósito a un año. Para ello, claro, tuvimos que abrir una cuenta en la entidad, pero fue bastante cómodo porque toda la gestión se hizo a través de Internet. Una vez transcurrido el plazo, retiramos nuestro dinero y, por supuesto, nos olvidamos de esa cuenta pensando tal vez, con una inocencia impropia de nuestros años, que el propio banco la cancelaría de forma automática al finalizar el depósito y quedarse sin saldo.

Y esa es precisamente la raíz del problema: que la cuenta sí tenía saldo. Sin duda alguna, la aplicación contable del banco generó esos 12 céntimos como intereses durante las horas transcurridas entre el cumplimiento del depósito y la retirada real de los fondos, y los abonó en la cuenta después de haber sido vaciada por nosotros. Meses más tarde, Banesto naufragó en el proceloso mar de las finanzas y fue absorbido por el banco Santander. Y así fue como nuestra ocasional y humildísima cuenta acabó arribando también con su precario capital a las playas de rojas arenas del banco Santander. A partir de ahí comenzaron las comunicaciones, religiosamente mensuales, del estado de la cuenta.
A menudo bromeábamos al recibir el sobrecito mensual e imaginábamos el aspecto puntilloso y circunspecto del viejo contable encargado de tales comunicados, su desaforado celo aritmético al calcular cada mes un interés imposible para un miserable capital de doce céntimos, su heroica paciencia, su exactitud encomiable, su mirada falsamente altiva por la presbicia.  Hasta nos preguntábamos por qué no daba la voz de alarma respecto a la evidente estupidez de continuar informando mes tras mes sobre tan ridícula cuenta, cosa que sin duda habría hecho nuestro imaginario contable si todavía existiera, si no hubiera sido sustituido hace mucho tiempo por esa máquina, rapidísima y certera pero estúpida, que emite mensualmente los estados de cuentas y hasta los mete en sobres y los deja preparados para que el amable repartidor los distribuya a sus destinatarios. No obstante, en cada ocasión, en cada mes de estos cuatro años siendo los clientes más insolventes del banco, nunca dejamos de abrir el sobre y echar un rápido vistazo al interior antes de tirarlo todo al cajón de reciclo, no solo por comprobar la insistencia de aquellos impertérritos doce céntimos sino para confirmar de paso que no hubiera algún cargo no deseado por mantenimiento de cuenta o algo por el estilo, que cosas así y hasta mucho peores se han visto tratándose de bancos.
Y este comportamiento nuestro, epistolarmente educado y precavido a la vez, dio su fruto hace justo una semana porque en esta ocasión, además del recibo habitual de estado de la cuenta, venía también un breve comunicado en el que se nos informaba de que a partir del próximo mes comenzarían a cobrarnos una comisión trimestral de mantenimiento de 24 euros. O sea, que nos costaría 8 euros mensuales mantener una cuenta con un saldo de 12 céntimos. Un magnífico negocio sin duda, sobre todo para el banco. Así que, ahora ya sí, nos sacudimos esa enorme pereza casi congénita a la hora de afrontar cualquier tipo de gestión bancaria y acudimos a la oficina más cercana a la mañana siguiente para cancelar la cuenta.

Aguardamos nuestro turno un poco agobiados por el insistente color rojo de los carteles y paneles decorativos de la oficina, disimulando nuestra incomodidad en medio de ese silencio forzado roto apenas por el leve murmullo de los clientes atendidos en ventanilla de caja o el rozamiento ocasional de un papel abriéndose paso entre los rodillos de la impresora. Transcurrida una generosa media hora nos atendió una señora manifiestamente decepcionada al conocer el desalentador objetivo de nuestra visita. Me pidió el carné de identidad y se puso a teclear en su ordenador. Tenía unas uñas largas y pulcramente pintadas, como élitros de escarabajos exóticos, que amenazaban en cada revoloteo quedarse aprisionadas entre las teclas o, en el mejor de los casos, arruinar de un arañazo el minucioso lacado. Entretanto continué explicándole inútilmente que se trataba de una cuenta residual de un antiguo depósito ya inexistente, que debería haberla cancelado hace mucho tiempo pero que nunca encontré la ocasión y ... Finalmente, ajena por completo a mis absurdas justificaciones y simulando morderse levemente una de sus uñas rojo corporativo escarabajo exótico, me dijo que no, que esa cuenta correspondía a la banca electrónica y que ella no estaba autorizada a gestionarla desde la sucursal, que llamara a un número de teléfono que me anotaba, toda amabilidad y eficiencia, en una hojita amarilla (terrible fallo, deberían ser rojas) y que ya me indicarían cómo hacer para cancelar la cuenta desde esa especie de oficina virtual. Nos despidió con una sonrisa bordeada, cómo no, de rojo y abundante carmín corporativo al tiempo que nos sugería casi con desgana una maravillosa cuenta de ahorro que ofrecía una rentabilidad irresistible. Declinamos amablemente la invitación y salimos con premura de la oficina a respirar aire fresco y recuperar los sentidos en el vivificante bullicio de la calle.

Al llegar a casa me decidí a terminar de una vez por todas aquel enojoso asunto y llamé al número que me habían anotado. Era un servicio de atención robotizado. Una voz femenina un tanto mecánica, parecida a la del navegador de mi coche, me indicó que tecleara los dígitos de mi carné de identidad. Después me fue ofreciendo diversas posibles gestiones entre las que, por supuesto, no estaba la cancelación de una cuenta. Así que fui saltando de menú en menú hasta que conseguí que el robot desistiera de entender mi propósito y me pasara al fin con un agente humano. La agente se llamaba Sandra y respiré aliviado cuando comprobé su naturaleza mortal y la ausencia de opciones numeradas. Intenté imaginar el color de sus uñas mientras le explicaba pero todo mi pensamiento era de un gris apelmazado. Y sí, efectivamente Sandra podía cancelar mi dichosa cuenta. Por fin. Aleluya. Solo tenía que terminar de identificarme tecleando la clave personal de acceso. ¿La clave de acceso? Hace años que tiré a la basura todos los papeles de esa maldita cuenta. No tengo ninguna clave de acceso. ¿De veras es necesario todo esto para cancelar una olvidada cuenta sin fondos? Y Sandra comprensiva y amable pero imperturbable como un adoquín exquisitamente pulimentado, lo siento pero tendrá usted que acudir a la sucursal local más cercana y solicitar que le faciliten una nueva clave de acceso para acceder a su cuenta. Colgué desalentado, derrotado y exhausto.
Esa noche soñé que estaba perdido en una maraña imposible de gestiones bancarias en un mundo plagado de oficinas. Mis sueños suelen ser asquerosamente mediocres y burocráticos, así que todo este asunto no hizo otra cosa sino alimentar aún más mi desastrosa caldera onírica para que generara toda suerte de infiernos administrativos. A la mañana siguiente fuimos de nuevo a la sucursal bancaria y nos atendió la misma agente de las uñas larguísimas rojo acrílico Santander después de una espera similar a la del día anterior. Me moría de ganas de soltarle todas las variaciones cromáticas del enorme absurdo que anidaba en nuestra particular odisea burocrática, esa especie de estupidez normalizada que no le permitía a ella cancelar una cuenta sobre la que sí podía generar una clave de acceso para que desde la oficina virtual otra agente tuviera a bien cancelar definitivamente una cuenta con un saldo de doce céntimos. Pero callé —no quería arriesgarme a ser condenado a vagar eternamente entre sucursales locales y virtuales persiguiendo el santo grial de la cancelación— y me mostré solo un poco molesto, aunque dócil, mientras la sonrisa bordeada de carmín corporativo acababa de generar y me entregaba un sobrecito rotulado “Confidencial”, con membrete, bajo el que latía una nueva clave de acceso absolutamente secreta que aseguraba la continuidad de la gestión canceladora. Qué admirable despliegue de seguridad.

Ya en casa, abrí el sobrecito. “Estimado cliente, al amparo de lo previsto en el contrato multicanal suscrito con nuestro banco, le adjuntamos la nueva clave de acceso asignada, con la que podrá acceder a todos los canales de Banca a distancia”. Qué barbaridad. A todos los canales. Ni que fuera a transferir una fortuna a las Islas Vírgenes. Me armé de valor y llamé de nuevo a la oficina virtual. El robot telefónico se tragó la nueva clave de acceso sin rechistar.  Después de marearlo un poco eligiendo la opción más ambigua de cada propuesta, se aburrió de nuevo y acabó  pasándome con un agente humano. Todos estaban ocupados en esta ocasión, así que Terminator me invitó a esperar escuchando una musiquilla repelente. A los pocos minutos la música cesó y sonó al otro lado una voz femenina. Hola, soy Ana, ¿en qué puedo ayudarle? No era Sandra, maldita sea, así que tuve que volver a repetir mi desesperada historia. Ana escuchó con atención, consultó los datos de la cuenta y me confirmó que ahora sí podíamos proceder a su cancelación. Bueno, solo había un pequeño contratiempo: la cuenta solo podía ser cancelada con saldo cero, así que tendría que sacar en ventanilla los doce céntimos existentes. Solo de pensar en tener que volver otra vez a esa oficina para retirar en ventanilla doce miserables céntimos, el vello de la espalda se me erizó como a un gato aterrorizado y el corazón se me puso a galopar alocadamente. Intenté no parecer ni la mitad de lo enfadado que me estaba sintiendo. Por favor, Ana, llevo dos mañanas perdidas intentando cancelar una cuenta absurda que debió extinguirse hace cuatro años y no puedo volver mañana de nuevo al banco para sacar doce céntimos en ventanilla. ¿Imagina usted la mirada asesina de la pobre cajera? ¿Imagina que sustituya el estupor inicial por la socarronería y me pregunte si los quiero en monedas de dos o de cinco céntimos? Mire, no quiero esos céntimos, los dono a la causa que a usted le apetezca, los dejo para el arqueo de caja, para los huérfanos del banco, ¿no puede usted simplemente borrarlos? ¿No hay alguna manera de arreglar esto ahora y de una vez por todas?
Ana por fin se hizo cargo de mi grado de desesperación, se compadeció y me dijo con una naturalidad inesperada que sí, que también había la posibilidad de hacer una transferencia de esos doce céntimos a cualquier otra cuenta de la que fuera titular. No supe si estaba conmovida con mi desgracia o avergonzada por el excesivo protocolo bancario, pero se ofreció amablemente a hacer la transferencia ella misma si yo le daba un número de cuenta. Me sentí profundamente aliviado, se me había pasado el enojo y hasta sentía simpatía y agradecimiento hacia esa mujer —debía estar sufriendo una rara variante bancaria del síndrome de Estocolmo—, podía incluso salir a la calle gritando mi júbilo y publicando a los cuatro vientos que ya no tenía cuenta en el Santander, pero pisé el freno y esperé a que Ana terminara. Una vez efectuada la transferencia me explicó que la cuenta, si no había ningún problema, sería cancelada definitivamente en los próximos días. ¿Desea efectuar alguna otra gestión, señor? No, por dios, Ana, dejemos por fin que la maquinaria administrativa se relaje y descanse. Muchas gracias.

Una vez colgado el teléfono pensé quemar todos los papeles del banco pero me contuve a tiempo. Después de tantas vicisitudes no podía apresurarme ahora y estropearlo todo. La cuenta no estaba cancelada aún, así que guardé los papeles y la clave de acceso hasta no estar del todo seguro. No imaginaba qué otro impedimento podría obstaculizar la cancelación de la cuenta a esas alturas pero tampoco tenía la menor duda de que ellos, los banqueros, disponían de un amplio abanico de circunstancias que podrían dificultarla. Así que esperé hasta nuevo aviso no sin cierta tensión. A los dos días llegó un sobre del banco que me hizo ponerme en lo peor pero fue una falsa alarma. Solo era un último coletazo de la estúpida maquinaria burocrática: me avisaban por correo ordinario de que habían generado una nueva clave de acceso para mi cuenta, gestión que se había efectuado tres días antes a petición mía y en mi presencia y que no necesitaba por tanto serme comunicada de ninguna otra manera. Excesos del protocolo administrativo, supongo. Mi banco actual, para no ser menos, también se sumó a la locura desencadenada y me envió un correo electrónico comunicándome la feliz llegada de los doce inocentes céntimos a mi asombrada cuenta corriente. ¿De verdad no hay nadie cuerdo al mando de esos enormes buques financieros?

Por fin, justo a la semana siguiente de iniciar los farragosos trámites, recibí un correo electrónico confirmando la ansiada cancelación: “En respuesta a su comunicación telefónica con el Centro de Soporte, le indicamos que en el día de hoy, y siguiendo sus instrucciones, hemos procedido a dar de baja la Cuenta Ahorro, por lo que ésta ha quedado inoperativa”.
Inoperativa, inoperativa del todo. ¡Por fin! De buena gana habría sacrificado un pollo en la azotea para agradecer a los dioses de lo absurdo la resolución del problema, pero no sé si estas cosas se pueden hacer con uno de esos pollos envasados del supermercado. Quemar los papeles, como había pensado unos días antes, parecía más civilizado pero no encontré dónde hacerlo sin riesgo de apestar la casa o provocar un incendio. Así que me decidí por lo seguro, los partí en pequeños pedacitos y los esparcí dentro del cubo de la basura orgánica, nada de reciclo, extinción total y minuciosa de la manera más vil posible. Después respiré tranquilo mientras me abría una cerveza bien fría y me senté en la terraza a ver caer la tarde, a descansar de tanto absurdo, con la absoluta certeza de que jamás doce céntimos causaron tantas molestias ni removieron tantos recursos.