La sombrilla

Ayer bajamos a la playa a una hora casi intempestiva para nosotros que preferimos sin duda la mañana, siempre antes de mediodía, o la tarde avanzada con el sol ya cerca de poniente para disfrutar de un par de baños y un buen paseo bordeando las olas. Pero en esta ocasión nos había visitado una amiga y, conocedores de su peligroso gusto por tostarse al sol más inclemente, accedimos a acompañarla a la atestada orilla después de una breve siesta. Localizamos un poco de espacio libre donde instalarnos con cierta comodidad, nos dimos un breve baño y nos sentamos en nuestras sillas bajas, casi a ras de la arena, con aspecto de estar disfrutando del constante espejeo del mar y del vuelo de las aves marinas pero sin perder un solo detalle, convenientemente camuflados detrás de nuestras gafas negras, de las evoluciones de la fauna humana que se solazaba perezosamente a nuestro alrededor.

Y entonces llegaron ellos. No sé si no encontraron otro hueco más espacioso o es que ni siquiera lo buscaron, pero acabaron instalándose justo a nuestro lado, casi invadiendo nuestro mínimo espacio deseable de relativa intimidad, así que les correspondimos con unánime entusiasmo y nos dedicamos a observarlos de manera inmisericorde a partir de ese momento. Eran tres, una pareja de mediana edad y una adolescente dedicada en cuerpo y alma a vigilar el indicador de cobertura de su móvil. El hombre sacó la sombrilla de su funda y tomó el soporte para hincarlo en la arena. Era uno de esos pinchos modernos que traen una pequeña rosca en la punta y una cruceta en la parte superior para atornillarlo cómodamente en la arena como si fuera un sacacorchos. El hombre dio apenas unas cuantas vueltas al artilugio sin demasiado entusiasmo e inmediatamente, ajeno por completo a su precaria verticalidad, desplegó la sombrilla y la montó sobre el inestable soporte. A continuación, liberado ya de tan ingrata tarea y antes de que pudieran endosarle otra, juntó sus manazas a la espalda y se fue a pasear su oronda barriga paquidérmica por la reluciente orilla relamida por las olas.
La mujer y la niña desplegaron de inmediato sus listadas butacas bajo la sombrilla, se sentaron y se zambulleron en sus respectivos pasatiempos: la chiquilla desapareció como por ensalmo detrás de su móvil y la mujer hizo mutis también detrás de una revista de sopas de letras, ajenas ambas al sol, al mar, al vuelo de las gaviotas, a papá remojando los pies en el rompeolas y a las veladas miradas de esos vecinos tan aparentemente circunspectos y ensimismados.

Una suave brisa venía del mar, casi un soplo, pero suficiente para desequilibrar una sombrilla en tenguerengue que empezó a inclinarse suavemente hasta que una de las tensas varillas fue a descansar en la cabeza de la mujer. Ella, sin dejar de mirar la sopa de letras ni de mordisquear el maltrecho capuchón del bolígrafo, enderezó la sombrilla como a cámara lenta, sin demasiada convicción, y siguió a lo suyo. La sombrilla se fue inclinando de nuevo hasta que volvió a caerle encima. Volvió a enderezarla y esta vez cogió su bolsa de playa y la apoyó contra el pincho de la sombrilla, como si esto fuera a darle mayor firmeza al conjunto, y regresó de inmediato a su búsqueda febril en la maraña de letras sin sentido. Pero la sombrilla no tardó en abandonarse de nuevo en brazos de la brisa y cayó una vez más sobre la cabeza de la mujer que, ahora ya sí, despertó de su soporífero pasatiempo y se mostró decidida a emplear todo su ingenio para acabar con tan enojosa situación: enderezó la sombrilla con la mano, se arrellanó en su butaca, extendió la pierna derecha y se dispuso a aguantar la verticalidad del pincho con su propio pie, sujetándolo entre el dedo gordo y el segundo dedo. Bendita idea, pensó seguramente mientras buscaba la última hortaliza en el jodido cuadro de letras diabólicamente entrecruzadas. Volvió a leer las filas de izquierda a derecha, de arriba abajo, en diagonales, del revés y del derecho al tiempo que su tensa pierna se iba relajando, cediendo centímetro a centímetro hasta que el pie resbaló definitivamente pincho abajo y la sombrilla cayó de nuevo sobre la cabeza de la mujer que en ese punto no sabía de qué estaba más harta, si de la puñetera sombrilla o de la puñetera hortaliza que se empeñaba en no aparecer en aquella mierda de sopa de letras.

Hasta ahí habían llegado las cosas. Se levantó de su butaca con decisión, plegó la sombrilla y la puso sobre su butaca ignorando las protestas de la adolescente deslumbrada por un cielo que inutilizaba su pantallita umbilical. Miró con desprecio el pincho mal clavado. Miró hacia el mar buscando a su marido, ese calzonazos que no había hecho bien su trabajo, pero desistió inmediatamente: el hombre estaba lejos de su alcance, casi de espaldas, metido en el agua justo hasta el bañador y con ese gesto entre despistado y culpable del que está soltando la mayor meada de su vida, solo le faltaba menear el rabito como los hipopótamos cuando esparcen sus heces en el agua comunal. Así que se puso a escudriñar con suma atención el maldito pincho. Había visto a su marido clavarlo en la arena otras veces y no podía ser tan difícil. Se dio ánimos y asentó firmemente sus pies descalzos en la arena dando pequeños pasitos, como hacen los jugadores de golf antes de golpear la bolita, asió con ambas manos la cruceta superior del pincho, como si fuera el manillar de un patinete, y lo hizo girar media vuelta a la derecha. Bien, ahora solo tenía que levantar las manos para invertir su posición en la cruceta y seguir atornillando el pincho otra media vuelta. Pero la mujer, ajena por completo a los intrincados fundamentos de la rosca, no parecía tenerlo tan claro. Sin soltar nunca las manos de la cruceta giró ahora media vuelta a la izquierda y luego otra vez a la derecha y de nuevo a la izquierda, como si sorteara una hilera de obstáculos con el patinete imaginario, atornillando y desatornillando una y otra vez de manera que el pincho siempre estaba a la misma altura. Podía haber estado así durante meses sin que el pincho pasara ni un centímetro de la primera capa de arena blanda, pero se cansó pronto. Paró agotada y un poco asombrada de que el pincho pareciera igual de alto que antes. Por si acaso, antes de soltar el pincho, le amontonó en la base un poco de arena con los pies para dar mayor solidez a su obra. A continuación desplegó la sombrilla y la fijó sobre el soporte recién roscado con una lentitud casi cómica, como quien pone el último naipe en un tembloroso castillo. Incluso nosotros aguantamos la respiración y nos mordimos las uñas temiendo un nuevo derrumbe. Después se sentó en su butaca con mucho sigilo y esperó un poco al tiempo que se iba sintiendo cada vez más segura y satisfecha, hasta casi un poquito orgullosa de su pequeña hazaña, pero la pobre mujer no tuvo ni siquiera tiempo de abrir de nuevo la revista porque el primer leve soplo de brisa volvió a tumbar la sombrilla sobre su cabeza.

La mujer volvió a enderezar la sombrilla y permaneció inmóvil sujetándola con una mano. Tenía la mirada perdida y había una mueca de desesperación en su rostro desencajado, como si fuera a ponerse a gritar babeando de rabia de un momento a otro antes de destrozar la sombrilla a patadas. Por un momento nos temimos lo peor. Pero no, en lugar de eso pareció relajarse poco a poco y vimos entonces en sus ojos un brillo húmedo, como si fuera a echarse a llorar desconsoladamente. Sentimos algo parecido a la compasión. Pero no, tampoco era eso. No era un brillo de lágrimas lo que humedecía su mirada sino un destello supremo de la inteligencia propia de una especie dominadora, eso que nos sacó de las cuevas prehistóricas y nos ha llevado a someter a la naturaleza y conquistar el espacio, eso que ahora se manifestaba en su cabeza abotargada de palabras inconexas como un chispazo de puro ingenio alumbrando una idea creativa y luminosa. Con una sonrisa casi radiante, sin soltar la sombrilla, la mujer acercó su butaca dando pequeños saltitos a golpe de riñón hasta que el pincho quedó pegado a su costado. A continuación saco de su bolsa la funda de tela de la sombrilla y ató con ella el pincho al brazo de la butaca. Después de cerciorarse de la solidez de su magistral apaño se puso cómoda, abrió la revista y tomó de nuevo su bolígrafo. Se sentía segura, vencedora, autosuficiente, capaz de enfrentarse a cualquier reto. Buscó la sopa de letras que había dejado sin terminar y supo que esta vez encontraría la maldita hortaliza que se obstinaba en no aparecer. Costase lo que costase. Faltaría más.