Charranes

Esta tarde hicimos una excepción en nuestra perezosa rutina vespertina, abandonamos los libros en la sombra agradable de la terraza y bajamos, equipados esta vez con nuestras cómodas sillas de lona, a la pequeña playa detrás del puerto deportivo. En contra de lo que nos temíamos, la playa estaba razonablemente limpia y no se notaban los seguros estragos que debió sufrir durante la pasada noche de san Juan, con esas temibles hogueras y botellones nocturnos a la orilla del mar que lo dejan todo perdido. Nada más llegar nos dimos un baño, nos secamos un poco al sol y nos acomodamos en nuestras sillas bajas frente al mar tranquilo y sin olas. La marea estaba llena, algunas lanchas con pescadores poco pacientes maniobraban a lo lejos cambiando de fondeadero a cada rato o dejándose llevar por la suave corriente y ninguna de esas horrendas motos de agua hozaba el mar con su zumbido punzante y escandaloso. En la arena se veían muy pocas sombrillas. Apenas algún niño, ningún perro, un verdadero paraíso para lo que vendrá a partir de Julio.

A pocos metros de donde estábamos, como si fueran las vértebras de un monstruo marino varado bajo las aguas, asomaban unas crestas de roca negra que delataban el arranque de uno de los pequeños espigones con los que se trata de aminorar el arrastre de las arenas por las corrientes y mareas. La línea de rocalla sumergida constituye un refugio excelente para crustáceos y alevines, y prueba de ello es que había un nutrido grupo de charranes revoloteando insistentemente sobre esa zona y efectuando constante zambullidas en busca de los ansiados pececillos. Era todo un espectáculo de continuas e incansables acrobacias e inmersiones. Volaban siempre alineados de cara a la brisa, zigzagueando nerviosamente con toda la atención puesta en las tenues siluetas de los pequeños peces. Cuando uno de los charranes cree tener localizado un pez se cierne un instante en el aire batiendo las alas en horizontal como un colibrí, se lanza al agua con las alas replegadas, corrige a veces el rumbo en plena caída y se clava en el agua como una cuchillada precisa. Apenas un segundo después sale a flote y remonta el vuelo como si nada, tragándose al plateado pececillo capturado o bien —la mayor parte de las veces— reponiéndose del pequeño fracaso y buscando ya una nueva sombra sinuosa entre los destellos hirientes del agua.

Absorto en las agradables maniobras de pesca de los pájaros, recordé como contrapunto un documental que vimos en televisión hace unos días y que me resultó muy desagradable. Relataba el comportamiento observado en una especie de pelícanos que hacen incursiones puntuales a un pequeño islote donde anidan los albatros. Lo normal en la colonia de anidamiento es que haya un pájaro adulto en cada nido con su polluelo mientras el cónyuge pesca, pero a veces ambos progenitores tienen que  salir a pescar al mismo tiempo. Los pelícanos aprovechan la ocasión que les brindan estos nidos desatendidos y se tragan al indefenso pollo sin ningún miramiento. La imagen del rechoncho y confiado pollo atrapado en esa especie de fuelle flexible que conforma el enorme pico del pelícano y a punto de ser trabajosamente engullido me resultó insoportable. Fue como asistir, impotente, a un acto de canibalismo, a un cruel infanticidio.
En cambio ahora, en esa playa, no había sentido la menor empatía por los pececillos que capturaban y engullían los simpáticos charranes. En ningún momento había pensado que seguramente fueran alevines, tan infantiles como los pollos de los albatros y que tendrán el mismo final atroz en el ácido estómago del ave que los atrapa. Incluso en el instante de hacer esa reflexión no pude dejar de ver al pececillo capturado por los charranes como algo trivial y casi inanimado.

De manera curiosa, pensé, nuestra percepción del drama de la vida, del dolor y de la muerte, va escalándose y perdiendo intensidad a medida que descendemos en la pirámide de las especies. Visitamos en el mercado los puestos de pescado y nos maravillamos de la frescura del género cuando vemos boquear ahogadamente a los peces todavía vivos o a los crustáceos pataleando, pero huiríamos espantados si en lugar de peces y cangrejos fueran perdices o terneros agonizando sobre los mostradores. Pisamos con pasmosa resolución una cucaracha pero jamás seríamos capaces de hacerlo con un pollito. A veces ni siquiera depende de la escala zoológica sino de la costumbre: queremos muchísimo a los perros y a los gatos, les damos una vida regalada y hasta construimos cementerios para ellos, pero nos comemos sin mayor problema a los cerdos o a los corderos, incluso a sus más tiernas e inocentes crías.

El sol estaba ya cercano al ocaso. Algunos charranes pescaban todavía pero la mayoría habían ido desapareciendo. Un inquietante grupo de gaviotas sobrevolaba lentamente la línea de costa sin esfuerzo aparente, como flotando sobre corrientes invisibles de aire, atentas solo a alguna señal de despojo aprovechable. Mientras plegábamos las sillas y nos disponíamos a subir a casa, me asustó un poco pensar que, en otros apartados de nuestra vida y de nuestras emociones, pudiéramos estar tan erróneamente condicionados y llenos de contradicciones como en este.