Crédulos y charlatanes

Alguna noche de insomnio, buscando en el hastío cuadriculado de la tele algo que me provoque el sueño, he visto a esos fantoches amanerados e impresentables que se denominan a sí mismos adivinadores o videntes. Los hay de todos los pelajes, pero todos comparten ese aire de esoterismo garrulo, ridículo y alucinado, casi analfabeto a veces, así como algún cachivache mágico personalizado: una túnica enorme, grandes anillos y collares, una bola de cristal y hasta gafas “radiónicas” de última generación –compradas en el chino de la esquina– para encandilar a los incautos. Y todos ellos sin excepción disponen de un equipo similar de ayudantes debidamente adiestrados para atender y retener a los incautos que solicitan sus servicios mediante unas líneas telefónicas de tarificación exorbitada. Mucha gente crédula y necesitada de certezas paga con gusto por vislumbrar un destello del futuro a través de la mirada indecente de esos charlatanes desalmados y por escuchar de sus labios una mentira tranquilizadora: encontrarás ese trabajo que buscas desesperadamente, tu hijo volverá algún día, la enfermedad pasará, el amor y la suerte están a punto de encontrarte. Y toda esta transacción oscurantista y fraudulenta se efectúa sin ningún rubor oficial ni mediático utilizando las últimas tecnologías de una cadena de televisión y una empresa de telefonía. Con su iva correspondiente, cómo no. Los timadores instalados cómodamente en el sistema.

Pero no es solo en estos programas vergonzantes de la televisión más cutre donde se palpa la tonta credulidad de nuestra especie. El fenómeno está profundamente arraigado. Solo hay que ver las tonterías mágico-religiosas que pululan en las redes sociales, ese gusto pueril y nauseabundo por publicar imágenes de ángeles y santos donde te prometen sin ningún empacho toda suerte de bondades en los próximos días pero solo si comentas “amén” y las compartes en tu muro de Facebook. A veces incluso llegan a amenazar veladamente con alguna desgracia si no te prestas a seguir el juego. Es muy deprimente ver cómo personas formadas y aparentemente cuerdas se te presentan de pronto sumergidas en ese lodazal de superstición y santería bobalicona. Y en la vida real también ocurre, solo hay que ver a toda esa gente siempre  dispuesta a leer la penosa predicción semanal de su horóscopo, o comprar esa pulsera milagrosa que evita la artritis gracias a su inagotable magnetismo, o colgarse al cuello la piedrita mágica que le venderá cualquier cantamañanas y que concentrará toda la energía positiva del universo precisamente debajo de su papada. No tenemos remedio.

Hace poco visitamos a la hija de unos amigos, que ha sido madre recientemente, y el niño, después de mamar, tuvo un poco de hipo. Sin dudarlo un momento, la mamá fue a buscar una pelusita que tenía guardada para este fin y la puso sobre la frente del infante para que desapareciera el hipo. Sin ningún reparo, con la naturalidad de quien pone una tirita. O sea, parió a su hijo en un centro hospitalario con las más modernas tecnologías, complementa su alimentación con productos de estudiadísima formulación, tiene a su disposición a los mejores doctores, puede incluso documentarse fácilmente de todos los aspectos relativos a su maternidad en cientos de blogs y foros, pero cuando el nene tiene hipo recurre a esa estúpida creencia chotuna y le pone una pelusita en la frente. Después, cuando el hipo pasa –porque pasa con pelusita o sin ella– guarda de nuevo la pelusita convencida una vez más de su innegable efectividad.

Ayer, sin ir más lejos, estábamos tomando una cerveza en un bar que solemos frecuentar en verano. No había demasiados clientes y el pinche de cocina salió a fumarse un cigarro a la calle. Iba hablando en voz alta con alguien que ya estaba fuera y al pasar junto a nosotros se volvió hacia un macetero donde había un poto famélico y dijo: ¿Ves esa planta? pues de vez en cuando la regamos pero no con agua sino con la cerveza que sobra de los vasos cuando recogemos las mesas, y ahí la tienes, ni se inmuta, yo creo está encantada de la vida.
Miramos al pobre poto y comprendimos su evidente raquitismo, la falta del brillo en sus hojas y el aspecto apagado, como de resaca o de síndrome de abstinencia, que todo es posible ya en este mundo de locos.

Pero la cosa no quedó ahí, porque la camarera que atendía la barra se animó también a entrar en la interesantísima conversación y se sumó a la catarsis: Pues mi madre guarda todas las pastillas y cápsulas de las medicinas caducadas, dijo con todo su candor juvenil, las muele, las disuelve bien en agua y luego riega las plantas con ella. ¿Los jarabes también se los echa?, pregunté como si estuviera interesado en la receta. No, no, me dijo un poco escandalizada por mi absoluta ignorancia en alquimia doméstica, solo las pastillas y el polvito de las cápsulas, es como si fuera un abono, ¿sabe usted?

Ah, ya, claro, musité aguantando a duras penas la risotada.
Nos fuimos con la confianza en el género humano por los suelos.