Octubre caluroso

No sé si será debido al cambio climático, ese amenazante lobo que nadie quiere ver y que acabará comiéndose todas nuestras ovejas, pero cuando en pleno octubre los días son tan cálidos como en julio y además tienes la suerte de estar jubilado, la playa entre semana es un lujo equiparable al de aquellos primeros británicos de la Riotinto Company Limited que colonizaron la ría de Punta Umbría y disfrutaron de esas arenas virginales cuando nadie veraneaba todavía.

Es como si a mitad de agosto te hubieras encontrado una vieja botella en la playa con un genio en su interior, la abres con esmero y ante la inevitable pregunta del consabido deseo respondes: “que desaparezcan todos”. Y plaf, una nubecilla de humo y hasta la botella ha desaparecido: toda la playa para ti solo. El sol, las olas, la arena apenas hollada, los pájaros marinos, toda la quincalla que el mar te va dejando primorosamente al borde de la marea, todo es tuyo, solo tuyo. Incluso la paz que lo envuelve todo es tuya, una paz blanca y redonda como un enorme pan serrano recién hecho. No hay sombrillas, ni carritos de bebidas, ni vendedores de baratijas, ni juegos de paletas, ni pachanguita futbolera, ni potingues de coco flotando pegajosamente en el aire. Solo arena, kilómetros de arena a la izquierda, kilómetros de arena a la derecha y todo el mar inmenso y rumoroso frente a tu butaca.

Cuando te apetece te metes al agua derecho, sin necesidad de planear la incursión hasta dar con un hueco por donde nadie se esté meando disimuladamente. Atraviesas el espumoso rompeolas buscando esa zona profunda donde el agua está siempre cristalina, nadas un poco, buceas otro poco y luego te abandonas, te relajas y te dejas flotar de cara al cielo y mecido por el suave oleaje. Te sientes casi como un náufrago en medio del mar y sin saber por qué, quizá influenciado por tantas historias de naufragios, comienzas a mirar con atención a un lado y a otro como si presintieras una presencia inquietante bajo ese mar aparentemente tranquilo e inofensivo. De pronto te asalta la certeza de que si hubiera un tiburón cerca de la costa tú eres la presa más apetecible en kilómetros a la redonda: la única presa, para ser exactos. Y te sientes como un ñu solitario en medio de una pradera sembrada de acechanzas. O más bien como una lombriz colgando de un anzuelo imaginario. Mal asunto, piensas, y hasta te parece oír el siniestro siseo de una aleta dorsal cortando la piel del agua detrás de ti.

No huyes, pero tampoco te demoras demasiado en salir. Y al final lo haces sin demasiado decoro, chapoteando más de lo necesario, carraspeando para parecer menos apetitoso, pensando que el puñetero genio de la botella podía haber sido menos estricto esta vez y haber dejado unos cuantos bañistas aquí y otros más allá para que el escualo tuviera dónde escoger, carajo.