Napalm

La luna en cuarto creciente juega detrás de unas nubes imprevistas y dibuja radiografías imposibles de monstruos difuminados de cambiantes y caprichosas formas. El mar se extiende a lo lejos como un embalse tranquilo y vagamente resplandeciente. Arriba las estrellas se esconden asustadas por los focos cegadores del puerto. Abajo en la calle dos gatos esperan las sobras de la cena de algún vecino caritativo. Ahora pasa despacio, interminable y anacrónico, uno de esos trenes cargados de niños y padres entontecidos cantando una cancioncilla insulsa y pegadiza mientras lo miran todo como si acabaran de llegar de otra galaxia. Para terminar de estropear el ambiente, una vecina ha sacado la tele a la terraza y está viendo uno de esos penosos “realitys” mientras come pipas de manera mecánica y obsesiva. En otra terraza cercana una señora recomienda con insistencia trombocid a su nuera con una seguridad avasalladora y prepotente. Un niño llora en alguna parte. Un perro ladra por nada y otro le contesta más allá, y otro enfrente, y otro, y otro, haciendo trizas definitivamente el aire perezoso y calmo de la noche.

A la mierda la luna, el mar, las estrellas... No hay salida. Huyo de la terraza y cierro la puerta a cal y canto mientras solicito al puesto de mando que una avanzadilla aérea rocíe la urbanización con unos bidones de napalm.

Que al menos huela a victoria, coño.